Hace ya casi treinta años que esto sucedió, pero no lo revelaron hasta que fueron adultas, contándonoslo al resto de la familia.

Aquella mañana se levantó lluviosa. Alicia y Águeda, dos mellizas pillinas, habían roto sus paraguas días atrás jugando a las espadas, por lo que se vieron en el apuro de ir al colegio sin nada bajo lo que resguardarse.

Su madre las reprendió duramente y concedió prestarles el suyo, al que tenía en gran estima, no sin antes advertirles:

– Que no le pase nada al paraguas u os las tendréis que ver conmigo.

Allí que se fueron ambas paseando bajo la lluvia y diciéndose las tonterías habituales, esta vez muy juntitas compartiendo techo impermeable.

En esto que camino de la escuela se levantó un fuerte viento, y al ser más grande de lo habitual el paraguas que llevaban, el peso que el viento ejerció bajo el mismo hizo que éste saliera volando cual Mary Poppins invisible. Paralizadas bajo la lluvia, con cara de preocupación y admiradas a su vez por las piruetas que el artefacto volador realizaba bajo el viento, vieron como desaparecía sobre el tejado de uno de los edificios.

Continuaron su camino al colegio. Durante unos minutos no se dijeron nada, todavía digiriendo lo que acababa de ocurrir. Podríamos apostar que por esas cabecitas rondaban las palabras que su madre les había dicho en la misma puerta de su casa.

– ¿Qué vamos a hacer? – preguntó Águeda.

– Vamos al cole, ya se nos ocurrirá algo -. Contestó Alicia, la más resuelta de las dos y por esto, la que solía meter en líos a la otra.

No quiero imaginar la jornada que ambas pasaron. Por primera vez en su apenas una década de vida no querían que terminaran las clases para no tener que volver a casa y enfrentarse a una madre enfurecida y a las palabras que todo ser humano ha escuchado muchas veces de boca de su progenitor: «Mira que os lo advertí», ya sean iguales o en cualquiera de sus múltiples variantes.

Pero las clases terminaron puntuales como siempre. Supongo que para ellas el tiempo fue relativo y se les hizo la mañana más corta de lo habitual.

Ya no llovía, volvían lentamente, a pasos cortos, abstraídas en sus pensamientos y probablemente ideando una coartada plausible, en silencio. De pronto, a pocos metros de su casa, una ráfaga de viento giró una esquina, dándoles de bruces en la cara y trayendo consigo un regalo inesperado: el paraguas de su madre.

Se miraron sorprendidas, se sonrieron, corrieron a por él cerrándolo de inmediato y regresaron a su hogar, más felices que ninguna otra niña ese día. Ni en sus mejores sueños hubieran podido imaginar que esto ocurriera, pero así fue, y lo mantuvieron en secreto.

FIN

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