Soñamos con restaurar la tierra en la cañada y darle el cariño que merece con el buen trato y los sueños de los hijos, la nuera, los nietos y los míos; así que nos fuimos todos para el monte. Invertimos el poco dinero en nuestro haber e investigamos mucho para hacer de aquel terreno que, creo por su forma de cazuela y por estar en la hondonada, llamaban “La joya”.

Nuestra visión colectiva consistía en hacer de la cañada un lugar próspero para la vida familiar y un desarrollo que se extendería por todo el borde una vez que comenzáramos, aplicando técnicas de permacultura y bioenergética, a darle la forma anhelada. Visitamos el sitio varias veces antes de negociar su adquisición, en cada estancia alucinamos uno a uno los recovecos, la manera de subir el agua del arroyo que según la época estacional corría intermitente abajo; elegimos las zonas de cultivo alimentario, medicinal y arbóreo, pero muy escrupulosamente donde asentaría la casa que construiríamos con nuestras propias manos, piedra y adobe repellado con arena de las playas del mismo surtidor que chocante murmuraba entre piedras húmedas y musgosas.

Apalabramos con el dueño del predio, él con el Comisariado Ejidal, y éste con los ejidatarios, el pacto fue arreglado a satisfacción y quedamos todos contentos. Así que empezamos con las faenas de limpieza y acomodo de nuestra preciada joya.

Llegábamos a ella recorriendo el bosque por más de media hora a pie, al interior de la cañada no hay camino para automóviles. En cada ocasión, cargando bártulos de labor y materiales para edificar la casa, nos hicimos del camino. Varios perros nos acompañaban jugando siempre divertidos con los niños y entre sí. De cuando en cuando un conejo o un tlacuache asomaban la cabeza entre los matorrales y era un corredero de animales, salvajes y domésticos, que rompía el ominoso y fresco silencio verde que alzaba el vuelo cargado de atronadoras aves espantadas y silbantes por encima de las copas de los altos árboles de coníferas.

Al llegar al punto de encuentro, siempre contentos, repartíamos las faenas, la más difícil era subir arena y piedras desde el fondo, pero la más placentera entre el rumoroso arroyo que a veces dejaba de ser remanso para trocarse en furioso torrente, arrastrando troncos y grandes rocas.

Las otras tareas, como el desmonte no era muy de mi agrado, sin embargo clasificar las especies vegetales era muy ameno e interesante: yerba santa, chichicaxtle, té limón, manzanilla, varias más…

Luego, al medio día cuando el calor era casi insoportable, nos recogíamos bajo los árboles y le dábamos al buen comer. Preparábamos la comida en fogata. Todo resultaba rico; el palique, el sabroso sabor de unos tacos de nutriciosos quelites, una salsa picosa o chile de amor(dida), algo de carne, agua y un jarro de café caliente y aromático.

Nuestra utopía no duró mucho, un mal día aparecieron otros dueños con machete en mano y la muina por sus ojos como ascuas aflorando.

Fin

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