La bisabuela Mamalele era una mujer excepcional, una de esas mujeres que dejan huella. Y sin duda, fue una huella muy honda la que dejó en el bisabuelo Pepe, el día que lo conoció.
Ocurrió en una excursión a los alrededores de Oviedo, de donde era la bisabuela. ¿Fueron sus ojos melosos , su juventud, su porte elegante?, lo cierto es que en apenas dos meses el bisabuelo se presentó a pedir su mano rendidamente enamorado.
Pepe adoró a Fredes, Fredesvinda en realidad, todos los días de su vida juntos, o al menos esa es la versión que permanece en quienes los conocieron, y que hace que las mujeres de esta familia comparen a todos los hombres con el bisabuelo, y que éstos acaben irremisiblemente perdiendo la batalla.
Desde el día en que unieron sus vidas, Pepe se hizo cargo de todas las penas que pudieran siquiera rozar a su amada. Si hubiera podido, hubiese pasado por los dolores de los cinco partos de su mujer, pero eso le estaba vedado, así que se ocupó de todo lo demás.
Tanto es así, que hasta le leía, cuando llegaban a La Casa Grande, las cartas que desde Asturias le mandaba la familia. Leía y censuraba, censuraba todo lo que a pudiera preocupar a Fredes, o entristecerla y a veces hasta inventaba alguna anécdota si después de la purga la carta se quedaba demasiado flaca. Al acabar, le dejaba las hojas con las recetas de dulces y tónicos vigorizantes que tan comúnmente solían intercambiar las señoras de buena familia en aquella época, y ella le dictaba algunos apuntes para elaborar la respuesta.
Y no es que Fredes no supiese leer, solía ojear los periódicos de la mañana, pero, para lo demás ya estaba Pepe. Años más tarde sus nietos le daban clases de ortografía porque el desuso había revuelto bes con uves.
Transcurría plácidamente la vida y la pareja hizo un viaje a Madrid. Seguro que ella se paseó por todas las tiendas de la capital, porque esa era su actividad favorita, y los manteles y cubiertos de plata, su debilidad. Pero una mañana se levantó con la matraquilla de que ya que estaban allí quería ir a ver a su madre a Asturias y, como Pepe a nada le decía que no, allá que se fue a comprar los billetes de tren.
Cada chu, chu, chu aceleraba el pulso del bisabuelo y ella no lograba entender la razón de que sudase tanto, si en realidad no hacía tanto calor. Pero consiguió reunir todo su valor y tomar las manos de aquella a la que adoraba para decirle mirándola a los ojos con infinita ternura, – querida, tú no te disgustes, porque ya, ¿para qué?, pero tu madre falleció hace cinco años.-
Y Pepe la puso al día, pero solo de lo imprescindible.
Fin.
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