¡Romeliaaaaaa!
El grito de la mujer enfurecida hizo girar la cabeza del hombre canoso que llevaba de la mano a una bajita de no más de seis años. “Como si fuera ella”, dijo en voz alta.
“¿Quién?”, preguntó la niña.
“Una niña muy traviesa… mucho más que tu”
Se sentaron en la banca del parque. La niña sabía que se venía un cuento nuevo.
Romelia era una niña de ojos verdes, piel blanca y sonrisa pronta. La hija de Josefa y Marco. En casa, aprendió lo que era la costumbre: armar los cigarros con hojas de tabaco, pilar maíz, cocinar fríjoles y arepas y remendar.
Romelia odiaba todo eso. Lo que más detestaba era pilar maiz. En una ocasión no temió adentrarse en el monte y caminar hasta el pueblo vecino para huir de la ‘pilada’ y de la muenda que le propinaría su madre. Dicen que cuando llegó a Andes, el Alcalde la amenazó con que pasaría sus días en la carcel si volvía a hacerlo. Ella tenía 10 años.
Sofy abrió aún más los ojos. Era la primera vez que su abuelo le contaba una historia así.
Romelia no solo era voluntariosa y un tanto testaruda, sino, para mayores dolores de cabeza de sus padres, de una belleza que dejaba a más de uno boquiabierto. En una ocasión, se anuncio desde el púlpito de la parroquia el matrimonio de Romelia con un tal Gabriel, que ella misma se encargó de terminar con un soberano berrinche que se escuchó en todo el pueblo.
Cansada de la rebeldía, Doña Josefa envió a Romelia a la capital.
El abuelo miró fijo a la pequeña: “no te voy a contar cómo, algún día lo sabrás, pero Romelia en muy poco tiempo se transformó en mamá”.
“¿Con hijos de verdad?”, dijo Sofy, “¡qué linda!”
No tan linda… Tener un hijo, cambia, y a ella la cambió. Ya no era una niña, sino una mujer con una responsabilidad.
“¿Esta es la mejor parte? Abue, eso lo hacen todas”, dijo Sofy
Pues como te parece que Romelia no tuvo uno, sino cinco hijos. Eran muy pobres pero ella siempre veía oportunidades en todas partes: Una vecina le enseñó a manejar la máquina de coser ropa y otra más a cortar y pintar el cabello. Así que no tuvo inconveniente en montar en su pequeña casa una peluquería con modistería incluida.
¿Y sabes que era lo mejor que hacía? Cuando encontraba a alguien durmiendo en la calle o pidiendo limosna, se lo llevaba a la casa. Le daba ropa, cobija y un plato de comida. Una vez tuvo una mujer que en las noches llegaba con un aliento terrible y una botella de vino: “aquí esta mi pago doña Romelia”.
“Abuelo, que mujer tan buenaaaa. ¿Ella es de verdad? ¿La conoces?”
“Sí y tu también… Era tu abuela… la que te heredó a ti ese color de ojos que a ella le valió un apodo que odió hasta su muerte: Ojos de Gato”.
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