QUERIDA
No entendí porqué lloraba.
Era “Honey”, de Bobby Goldsboro.
Mis hermanas lo habían comprado en la disquería saliendo del colegio.
Entramos corriendo a casa y el simple de vinilo empezó a sonar enseguida en el tocadisco.
Goldsboro empezó a cantar. “…See the tree how big it’s grown, but friend, it hasn’t be too long, it wasn’t big…”
Ninguna de las 3 tres había notado a Mamá.
Me llamó la atención verla apoyada en el vano.
De sus ojos brotaban lágrimas celestes. Un llanto silencioso.
Un llanto de entrega y de alivio que afloja una presión agobiante.
Pero en ese momento, a mis seis años, sólo entendí que estaba triste.
“…and I’d love to be with you…if only I could…”
Las miradas de las 3 iban de mamá al tocadisco… ¿qué habíamos hecho?
Me tomó tiempo, mucho tiempo, entender ese momento, y la magnitud del sentimiento que encerraba.
No escuchamos ruido, pero había vuelto a abrirse la herida en el corazón de mamá.
Mis hermanas se acercaron a abrazarla, mientras lloraban también.
Sentí en ese momento que las tres formaban una cofradía que yo sólo podía contemplar desde afuera…
Se habían conocido cuando ella tenía 20 años y el 26, en una fiesta.
A ella le molestó su simpatía casi descarada al presentarse.
Raúl, -así se llamaba-, quiso entablar un diálogo con Marthita, esa niña mujer con rostro de querubín, pero ella no caería subyugada por su seducción, y dejó la fiesta.
Tan distinta a todas, tan parecida a nadie…
Bajo el signo del León había nacido él y por eso no iba a descansar hasta conquistarla.
Bajo el signo del León había nacido ella e hizo difícil esa tarea.
Se casaron en Abril, pese a las protestas de mi abuela, sin esperar al año de noviazgo para hacerlo.
Fueron siete años de perseguirse con la ternura, siete años de “te quiero” escritos con jabón en el espejo del baño, de amarse con locura, de buscar los cinco hijos y perder dos antes de nacer nosotras.
Por eso sus entrañas parieron un grito desgarrador nacido del alma, esa mañana –también de Abril-, cuando mi abuela le anunció su muerte en un accidente volviendo del campo.
Vida… no puedo vivir sin mi vida…
Alma… no puedo vivir sin mi alma… Había escrito Charlotte Brönté.
En la cuna, mis 4 meses ajenos a todo.
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Pasaste a ser la estrella más brillante, el relato de mis tíos, la ternura en los ojos de mamá, el retrato en su mesa de luz, la alianza que llevó hasta el día de su partida.
Te vi 30 años después, papá, en un video hecho desde una vieja cinta.
Y la historia en mí cerró un ciclo para abrir otro.
Y comprendí que llevo tu misma tozudez y sentido del humor.
Tu misma manía de comer la clara y luego la yema del huevo.
Que mi sangre es la tuya.
Y sentí que siempre estuviste conmigo.
Que jamás te fuiste.
Que la muerte es mentira.
FIN
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