Concenso Senzameno indefenso, desconoce el idioma, llega de Italia como la mayoría de los inmigrantes: para “hacerse la América”.
Un paisaje nuevo le da la bienvenida. Del puerto de Buenos Aires a trabajar de cualquier cosa a Laboulaye. El campo lo recibe con tareas duras, para las que no está preparado.
Después se instala en Quilmes como zapatero remendón. Su objetivo es pagar la carrera a su hijo, que desea ser sacerdote. Deja a su mujer y a sus hijos y no vuelve ya que muere su compañera.
Vive durante muchos años en una habitación de una casa grande. Al principio come en una fonda. Después se acostumbra a compartir los gastos de la casa.
Aprende a hacer de abuelo de una niña que perdió a su mamá. Es la mejor tarea que realiza. Brinda tanto amor a esa pequeña, como el que nunca pudo demostrar a sus hijos.
Trabaja con esmero. Su paseo dominguero es ir a jugar unos boletos al hipódromo: su único vicio. Lleva una suma fija, nunca más. A veces lo pierde en la primera carrera, el viaje es corto. Entonces vuelve y escucha los resultados por la radio. No le preocupa lo perdido: es la cuota que paga por distraerse.
Pasó la guerra, de 1914, en el frente. Tiene un hombro vencido de cargar el Mauser. Cuenta anécdotas de las trincheras: como racionaban el chocolate; como ocultaban los cigarros, para no ser blanco de los disparos y muchas más. También narra cuentos de su pueblo. La eterna pelea entre los curas y los socialistas, enemistad teatral muchas veces. Nació en 1889 en Leonessa y llegó al país en 1930.
Trabajó duramente en ese banco de cuero, agachado tantas horas, mareado de tanto olor a cola y tintas. Medias suelas, tacos y punteras. Lo acompañaba incondicionalmente esa niña sin abuelos. También algunos amigos del barrio.
En Italia, había sufrido la Purga , que aplicaban a los contrarios al Duce. Nunca dejó de decir lo que pensaba. Fue fiel a sus pensamientos.
Pasaron los años con pocos acontecimientos importantes. Pierde la ilusión de volver con dinero. Trabaja para sobrevivir. Sigue con sus costumbres.
Tuvo un carácter extraño y reservado. Todo su amor lo dio a su nieta postiza, que ve en él a un héroe, un superhombre, que llegó de tan lejos.
Un día llega una carta de su hijo, ya Obispo, le pide el regreso. Es una decisión difícil. Le cuesta tomarla, pero la toma.
Con sus ahorros saca el pasaje y recobra la ilusión de volver.
Metódicamente, como es su costumbre prepara todo. Lo acompañan al puerto para despedirlo. A bordo pasa los últimos instantes juntos los vecinos, los amigos y su familia adoptiva. Lentamente al alejarse el buque termina su estadía en este país.
Con la sirena del Provence, Senzameno vuelve a su patria. Lleva en sus maletas pobres y viejas herramientas, pero deja aquí un recuerdo imborrable en todos los que lo conocieron.
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