Julián, acurrucado junto a su esposa, dormitaba apaciblemente. No fue hasta las cuatro de la madrugada que pudo conciliar el sueño. Nunca conseguía estar dormido toda la noche desde que su esposa cayó enferma. Las campanadas de las siete, de una iglesia cercana, le despertaron. No abrió los ojos. Se concentró y contuvo la respiración. Intentó oír la de su esposa, pero al no conseguirlo movió su mano hasta posarla en el pecho de ella. Sí, allí si notó los suaves movimientos pausados y se tranquilizó.
Se destapó y, pesadamente, se sentó en el borde de la cama. Buscó a tientas las zapatillas y a tientas se las calzó.
Su primer quehacer fue dirigirse al baño y orinar. Luego se quedó parado frente al espejo, con la mirada perdida. Dio con sorna los buenos días a aquella imagen suya, tan deteriorada ya por tiempo y las quimeras de una larga vida. Se dijo: “Julián, igual el cielo existe”. A continuación cepilló sus dientes y se echó a los ojos un poco de agua tibia. Al irse dijo: “Adiós”.
Se fue a la cocina y preparó café. Con la taza en la mano recordó la reunión del día anterior, con hijos, nueras y yernos.
-¡Está claro papá!. Lo mejor es que cada uno de vosotros esté en una de nuestras casas. No tenemos ninguno de nosotros habitaciones suficientes. Así que haremos rotaciones y estaréis cada mes en casa de uno de nosotros cinco. Tu puedes ir cada mañana a casa de quien se quede con la mamá para que no esté sola.
Mil propuestas, mil consejos. Julián no decía nada. Observaba el rostro de Teresa. Con sus ojos fijos en él y sabía que le estaba diciendo: ¡No me dejes!. Él sonrió tranquilizadoramente y le hizo un gesto de negación con la cabeza. Acabó su café y dejó la taza sobre la mesa camilla que tenía delante.
Se fue directamente al dormitorio y preguntó a su esposa si estaba bien. Ella se llevó pesadamente los dedos a los labios. Él cogió un vaso de agua de la mesita y con una pajita le dio a sorber apenas un par de tragos. Agradecida le quiso coger la mano y volvió a dormirse.
. Se levantó y se dirigió a donde guardaba los medicamentos y utensilios de enfermería. Cogió una cajita con ampollas de morfina y una jeringuilla. Acostumbraba a cambiarla de postura pero aquella noche no lo hizo, sabía que no sufría. La miró, arregló unas hebras su cabello, la besó en la frente y seguidamente remangó su brazo. Llenó una jeringuilla de gran capacidad y vació en ella varias ampollas de morfina. Seguidamente inyectó el contenido en la corriente sanguínea de su esposa pero no volvió a mirarla.
De nuevo llenó la jeringuilla, se recostó sobre la cabecera de la cama y con habilidad se inyecto la aguja en la vena del brazo izquierdo. Fue presionando lenta pero decididamente sobre el émbolo hasta que perdió la noción de la vida.
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