Corría 1929 y él, como tantos niños y jóvenes, con su mochila cargada sólo con recuerdos y sin mirar atrás, subió lentamente las escalerillas del Vapor Baden, escapando del olor a pólvora que se avecinaba, del hambre, del miedo y con el único deseo de llegar a América, tierra prometida, tierra de paz, de pan y trabajo.
Konrad, mi padre, creció, estudió, trabajó y formó una familia aquí y deshilvanó recuerdos que el tiempo tiñó de sepia, les arrebató los rasgos y los convirtió en eso… sólo recuerdos.
Dejó allí, entre los verdes bosques y las altas montañas, el comienzo de su vida, dejó lo más importante: SUS RAÍCES.
Esas raíces que ahora, después de tantas décadas, comienzan a aparecer, a comunicarse, a multiplicarse, esas raíces que creíamos perdidas, han brotado con la fuerza de la savia nueva y los descendientes, como fuertes ramas, nos fundimos en un interminable abrazo, con la esperanza de revivir un pasado de ausencias pero por sobre todo, de construir un futuro de encuentros.
Desde que el Vapor BADEN dejó a mi padre en el Puerto de Buenos Aires, muchas cosas han pasado, pero lo más importante es este reencuentro a través del tiempo.
Yo un día tomé esa mochila de mustios fragmentos, de figuras sepia y de nombres inciertos y desandé el camino que me llevaría a un encuentro: el de mis raíces.
Llegué a Austria, que me dio su bienvenida con las notas de Mozart brotando en cada esquina, escapando veladas por entre las tenues cortinas de muchas ventanas.
Y al pasear por sus calles me llenó el encanto de esa Austria increíble, bella y altiva, orgullosa de su Imperial pasado.
Sobre el azul cielo, recortadas como filigrana, divisamos las agujas de otro orgullo vienés; ST. STEPHAN, donde sobre las 230.000 tejas de colores, el sol se desgrana en mil colores que danzan con los acordes que, provenientes del monumental órgano, invaden la calle y acompañan a los transeúntes, que locales o turistas, tienen una mirada de asombro.
Así llegué hasta un portal en St. Andrä con el corazón latiendo en mi garganta y con un temblor incontenible en el cuerpo y en el alma.
Y al abrir la puerta de esa cálida casa, encontré sonrisas en definidos rostros y brazos extendidos para fundirnos en ese abrazo por décadas contenido, que desató un volcán de emociones.
Las lágrimas prisioneras se liberaron cual lava ardiente y regaron las mustias raíces de un árbol casi seco que comenzó a reverdecer con la savia de las nuevas generaciones que no dejarán nunca más que este árbol, árbol de la vida, vuelva a verse en sepia.
Y entre lágrimas, me pareció ver a lo lejos, en el infinito, la sonrisa pícara de mi padre, que con su pulgar hacia arriba me decía:”…. Bravo!!!!…llegaste!!!!
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