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Casi no podía levantarse. Cuando la vi comenzaba el trágico descenso por aquella ladera pelada y abrupta que llegaba hasta el mar. Nada tenía que ver con las verdes y verticales colinas gallegas, cubiertas de tojos, cistos,  y caléndulas. Un sendero que acababa en una estrecha playa de  fina arena blanca. Un sendero vertical, marcado por tierra amarrilla y polvorienta, con escasa  vegetación donde asirse. Cuando llegué al comienzo del abismo ella se arrastraba sobre sus nalgas por aquella tortura. Baje, resbalando sobre mis talones lo más rápido que pude, echando mis manos para detener mi marcha y no perder el control. Cuando llegué a su lado su expresión era de dolor, una mueca marcaba su rostro.  Esos ojos entornados, esa boca como una línea apretada que termina en una curva convexa en sus comisuras, esos labios solo despegados para emitir un corto y profundo gemido. Me alargó el brazo casi sin fuerzas, lo paso alrededor de mi cuello mientras  trataba de que recuperara su verticalidad. Su cuerpo ya no obedecía ni a sus impulsos ni a mis desesperado intentos por sostenerlo. Mientras ella apretaba mi cuello para  alcanzar mi rostro y  besarme a pesar de mi tímida resistencia. La dejé allí para buscar ayuda, pero en cuanto empecé a subir ella se lanzó al vacío. Solo tuvo que inclinar su torso para que la gravedad la hiciese rodar. Bajé de nuevo, pero  esta vez sin miedo, en una carrera desesperada y loca por alcanzarla. Llegué cuando casi ya se había detenido. Pensé que yacía muerta, pero todavía respiraba. Un hilo de vida se escapaba de entre sus agrietados labios. La arrastré como puede hasta la casa al final de la playa.

Reposaba en una cama exhausta, mientras yo los miraba.

–No podemos hacernos responsables.

–Esta enferma. Necesita que la cuiden.

–¿No tiene casa? –preguntó la chica de gafas de pasta, pelo largo y moreno, con un lápiz en la comisura de sus labios y una carpeta de anillas roja que apretaba sobre su pecho generoso. 

Llegó él. Serio, sereno, como ausente.

Lo agarré de la solapa mientras lo golpeaba contra la pared de la habitación: 

–¡Eres tu papa, eres tu quién debe cuidarla!.

No ofreció ninguna resistencia, me miraba tras sus gafas de grandes cristales y  patilla fina. Esas que llevaba en el pasaporte de color verde. El mar rugía y las olas solo querían alcanzar la casa. Sonidos de sirenas  atraían su mirada.

­–Despierta!!. Despierta!!

–Lo siento, me he quedado dormido.

–Si, y por lo visto soñabas, bueno más bien parecía una pesadilla.

­–No lo sé. No sé lo que significa.

–¿Con qué soñabas?

–Con papa y mama.

–Ya se han ido. Papa hace mucho tiempo ya, una ola se lo llevó. Mama hace un mes, a pesar de la cirugía de pecho.

–Lo sé, lo sé.

Ella de la tierra donde florecen los cerezos cubriendo el campo de un blanco inmaculado.

El de sal y arena, donde el sol es reclamado por su ausencia.

 

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