Telésfora Ramírez de Hoz

Telésfora Ramírez de Hoz

La matrona hacia las veces de ella como de él. Casi dieciocho años antes, una epidemia de difteria había arrasado con su familia, acabando con la vida de su hija mayor, Clara y con la del menor, Rubén. Dos meses más tarde de la tragedia, el destino no le daba tregua y un incendio en el establo de la hacienda del patrón, mató a su marido Simón Eusebio de un solo chasquido.

–  Dios mío… Dame vida hasta que Ricardito cumpla dieciocho años – suplicó con la vista clavada en el féretro, mientras acariciaba el vientre donde habitaba su décimo hijo.

Su vida comenzó signada por un infortunio, cuando su padre en una borrachera negra, decidió anotar a su pequeña recién nacida en la única iglesia del pueblo. Tenía la boca tan entumecida que en lugar de gesticular Teresa, balbuceó algo que al sacerdote le sonó a “Telésfora” y aquel fue el nombre que llevó toda su vida. Telésfora Ramírez de Hoz.

Era innegable que la sangre criolla que corría por sus venas, llevaba el linaje de algún mestizo. Sus ancas fibrosas habían soportado diez alumbramientos y dos abortos espontáneos; además de las visitas salvajes de su marido al regreso de la pulpería, apestando a bebida destilada y a tabaco viejo.

Podía anticipar una tormenta por el color de la gramínea y en ciertas ocasiones, tenía visiones de hechos que transcurrían en tiempos paralelos o en tierras lejanas.

–  ¿Madre, cómo ha sabido eso? – preguntó absorto Pedro Eleuterio, uno de sus hijos, con la quijada vencida por el asombro. El perro del rancho de los Barzola, llevaba días desaparecido.

–  Como a tres kilómetros por el camino al molino, hay un manzano podrido. Avance algunos metros hacia adentro. Hallará un pozo de agua maltrecho. El perro ha caído dentro – aseveró Telésfora, mientras degustaba un mejunje de higo que llevaba horas cociéndose.

Nadie podía enjuiciar su espíritu de guerrera inquebrantable. Sólo una mujer llamada Telésfora podía sobrevivir a la desdicha de tres pérdidas fatales y sostener el ánima con la espalda bien erguida.

Faltando pocos meses para el cumpleaños número dieciocho de Ricardo, una mirada nostálgica se apoderó de sus ojos. Escribió cartas a pluma y vela en las penumbras de su habitación y terminó un compendio de recetas, donde no faltó la de su dulce favorito.

Emprendió un viaje de siete días para visitar a sus hijos. Ofreció cartas, besos, frascos con pulpa de frutas caseros e inciensos para ahuyentar a los malos espíritus.

Ni bien arribó a su casa, puso agua a calentar sobre la salamandra. Con el aplomo de quien tiene el tiempo del mundo a su favor, dio tres sorbos a su bebida favorita, escribió una nota de feliz cumpleaños para su hijo y se sentó bajo la higuera del patio trasero, a esperar que la muerte acudiera a su encuentro.

Eran las tres de la tarde del 31 de marzo de 1939, cuando Telésfora Ramírez de Hoz pasó a mejor vida.

 Fin

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