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Es 1996 y estoy enterrando a mi abuelo Tomás. Luchó contra una diabetes, una gangrena que le quitó las dos piernas, presión alta y demás achaques ocasionados por la vejez y los malos cuidados, aquellos que nunca tuvo cuando era más joven y estando yo niño me invitaba a comer helados al frente de mi casa, dulces en los parques y me obsequiaba feliz todo tipo de golosinas de dulce y de sal.

Mi abuelito fue un hombre de campo en todo el sentido de la palabra. Cuentan que mi abuelo se ausentó de la finca una semana llevando una carga de yuca, plátano, maíz, arracacha y cacao. Al volver encontró la casa abierta, sola, y a mi padre, un niño flacuchento y peludo durmiendo entre un costal al pie de las cenizas del fogón.

Desde ese momento juró que jamás lo volvería a dejar solo.

Juntos enfrentaron la violencia liberal y de Chaguaní (Cundinamarca), el pueblo donde vivían fueron a dar a los llanos orientales. Jamás se rindieron. Les tocaba dormir en el  monte, previendo que no los fueran a matar los “bandoleros”. Juntos recorrieron el Río Ariare, trabajaron y tuvieron peleas memorables, ellos dos contra 20, al calor de los tragos y la música.

Llegaron a Cali, levantaron un negocio con la fuerza de sus manos, hicieron historia. Mi abuelo Tomás seguía siendo el mismo hombre de campo, andariego, trabajador y de genio volátil que amaba a su hijo.

Nací yo, su primer nieto, en diciembre de 1978. Comprobamos que los nietos doblegamos a los abuelos más bravos y de carácter fuerte. Mi abuelo me tocaba canciones en su tiple, me narraba historias de su vida, me cuidaba, me sonreía, me daba amor incondicional.

Me enseñó que la vida es sólo una, que la familia es primero, que la tierra te da lo que jamás te dará el dinero, la fama o el poder, que uno puede llegar lejos en la vida y jamás perder la esencia. Muy de madrugada cuando estábamos en la finca salíamos a recoger yuca, plátano, choclo habiendo desayunado café negro y tostadas de plátano, disfrutando del frío aire de la madrugada. Me echaba sus historias de cuando era niño y hacía travesuras, de cuando una bruja trató de atraparlo en su juventud enredándolo en un matorral.

Es el año de 1996 y mi abuelo muere en los brazos de mi papá. Esa noche llegan dos personajes de medicina legal y no son capaces de llevarlo a la morgue porque les da impresión. Así que a mi papá le toca cargar el cuerpo aún tibio de mi abuelo y bajarlo hasta la ambulancia.

Aún lo recuerdo, y no puedo evitar que el llanto y la nostalgia me invadan. Los años van pasando y ahora que veo a mi papá ya viejo tiene la misma estampa de mi abuelo. Y no puedo evitar enternecerme como cuando era un niño y mi abuelito me llevaba de la mano a caminar por las calles de mi ciudad. 

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