El viejo y la piedra

El viejo y la piedra

El niño dejó de corretear. Miró al abuelo largamente, tratando de entender el silencio ocioso del viejo.

El anciano, parado sobre sus piernas flacas, espantó una abeja con un gesto, cortando el aire. Pese a la edad, se erguía aún con elasticidad.

La tarde había transcurrido para los dos, carente de palabras, con mucha nube gris anunciando el frío del invierno, en ese sur europeo, lleno de sol, allá por los estíos.

Ahora, el juego del niño, consistía en incrustar con paciencia, pequeñas piedras dentro de las más grandes que formaban un muro mediano y que circundaba el lote poblado de olivos, que el anciano cuidó durante años, acompañando la línea declinante del vivir.

A un costado, donde el muro sufría una interrupción, brotaban las verduras que el viejo palmeaba con la rusticidad de sus dedos, para darles el cuidado y el riego que pronto comenzaría a escasear.

El chico, arrodillado, vigilaba al hombre que ahora había puesto un palito entre sus dientes marrones, seseando algunas palabras, de vez en cuando.

A diario, el viejo había llevado al nieto a ese lugar aislado de la casa y, aunque realizaba su tarea ensimismado, miraba al niño con desusada ternura, como añorando. Construían así cada jornada, en silenciosa comunión.

Durante las últimas semanas, la casa había sido asaltada por un trajín inusitado. Todo lo inusitado que pueden ser los preparativos para un largo viaje, signado por un destino incierto. La familia vivía al modo de cada uno, la esperanza o el dolor simulado en una sonrisa.

El niño miró la figura recortada bajo un olivo aguerrido y hermoso. Recordó que en primavera las amapolas silvestres  teñían el suelo de rojo. Y no supo, entonces, de nostalgias.

Cuando el anciano lo sacó de su juego, se miró la mano envuelta por esa otra, áspera y descarnada. Caminaron hasta el fondo del lote y se detuvieron frente a una piedra enorme que yacía bajo uno de los últimos árboles.

Frente a ella, el viejo sacó del bolsillo del saco raído, un pequeño lápiz de carpintero con su punta mocha. Dijo algo que apenas se oyó. El niño no quiso preguntar y lo dejó hacer, nomás.

Sobre la cara plana de la piedra colocó la mano pequeña, mientras con el lápiz siguió torpemente, el contorno de los dedos sucios y la palma traviesa. Liberada ya de su propio dibujo, tocó con timidez la pierna del viejo, bajo el pantalón viejísimo, acariciándolo. Le pareció sentirla temblar. Fue sólo un instante, un momento marcado, que luego olvidaría sin querer.

Se vino después el viaje a América, con todo el despropósito de la lejanía. Quedaron atrás el mar y la infancia alterada, con un sinnúmero de recuerdos en sepia.

El viejo siguió callando, consolando ausencias con olivos y huertos y riegos. Cada día, caminó hasta la piedra señalada, para seguir con un punzón de filo certero, la huella robada en la fría superficie. Tan fría como el crudo invierno, escaso de sol.

Y cada día, ahogó un sollozo. 

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