Para la foto de familia, Rómulo se subió bien las calzas. Se las había tejido unos días antes Manuela, no fuese que la lana amarillease. Rómulo se calzó las alpargatas, se ajustó los calzones y se ciñó la faja al cinto, como hacía los domingos. Bien apretada. La vista, huidiza, pues ya no quería mirar a Salustia.

A la señal de “¡listos!” no le dio tiempo más que a retocar el pañuelo de la cabeza y a descolgar las manos, con el abatimiento que le perseguía desde hacía días y que, se temía, había venido para quedarse.

Manuela se atusó el moño, bien recogido; el delantal blanco, recién almidonado, la mirada digna; el medallón a la altura del pecho. Las manos, agarrándose el fajín, para no mostrar a la cámara los callos y los sabañones. El negro riguroso, que no se notase, porque a fin de cuentas, era un día de alegría.

Faltaba sentar a la pobre Salustia en la silla de mimbre, pero el fotógrafo ya sabía como colocarla. Rómulo tuvo cuidado de poner la mano detrás, para sujetar la madera que la mantenía erguida. Manuela, se apoyó delicadamente en el hombro de su hija, para que ésta no se ladease a la derecha.

La vistieron con ropas amplias, para disimular los gases que comenzaban a acumulársele, y a los ojos, que desde que la noche anterior  había cerrado para siempre, el fotógrafo les pintó unas pupilas negras sobre los párpados. Tenía experiencia.

Las manos, ya ennegrecidas, Manuela tuvo cuidado de ponérselas en el regazo como si asiera unas castañuelas. No obstante Manuela había querido que ese día se recordase como un día de fiesta.

El fotógrafo guiaba a los padres, apenados, como a unos autómatas y las horas se demoraban en vanos intentos por conseguir la imagen. En la habitación contigua se oía, con el trajín de preparar la mortaja y el ataud en el que Salustia descansaría en paz, a las comadres con sus ayes.

Por fin, dispuestos y dignos, al sonido de “¡ya!”, el fotógrafo consiguió su fotografía.

Solo después, Manuela se permitió volver al llanto. Rómulo continuó agachando, primero los hombros y luego la espalda, como si la pena hubiese venido para aplastarlo durante el resto de sus días.

Pagaron. El fotógrafo recogió sus cosas y se marchó, no sin antes haberles dado a ambos el pésame.

A la semana, cuando Manuela y Rómulo vagaban por la casa asumiendo la pérdida, les llegó la fotografía enmarcada de los tres. Ambos observaron con temor, que el fotógrafo había captado en una luz blanca encima de su cabeza, como también a Salustia se le iba, con la muerte, el alma.

FIN

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