La ingenua Dolfina jamás creyó que el rubio alemán, integrante de una de aquellas cuatrocientas cuarenta y tres familias de agricultores y artesanos que formaron Villa Carlota, traídas por Maximiliano a Yucatán para colonizar el estado en 1864, no fuera a quedarse con ella después de dejarla preñada en el primer –y último- encuentro. Así que su primogénita – y única hija- Elena, fue reconocida con el apellido criollo de su madre elevado al cuadrado, Fajardo Fajardo.
Si creyera yo en la suerte, diría que Elena tuvo menos que su madre al quedar viuda con seis hijos, cuando el camión de redilas en el que viajaba su esposo -que fue mi abuelo, volcó en el camino a causa de la tierra erosionada por las lluvias. Mientras que el tío Carlo el tercero -que en ese entonces tenía doce años- lloro poquito al reconocer a su papa como uno de los desafortunados viajeros, Elena y sus dos hijas, tía Dolfina –llamada como su abuela- la mayor de todos y tía Elsa la quinta y menor de las dos mujeres, lloraron desgañitadamente durante siete años tras la noticia. La pobreza no se hizo esperar, obligando a los varones que estudiaban a dejar la escuela y correr tras el ferrocarril recogiendo todo pedazo de carbón que cayera de éste haciendo como hacen muchos niños, del trabajo algo divertido. Segundo y tercero de primaria les fueron suficientes para aprender de sumas, restas y entender lo que se escribe con las letras y poder montar de adultos un negocio familiar.
Si creyera yo en la suerte, diría que las mujeres del matriarcado de Elena tuvieron menos suerte que los varones; la mayor fue crecida para casarse y la menor destinada a quedarse cuando Elena le espantara al último pretendiente, un médico general, quien despechado, al mes se casó con la enfermera que le asistía en su consultorio. Los varones dentro de un matrimonio cada quien, se poblaron de hijos que en su mayoría fueron hijas, de cada 8 mujeres un solo hombre.
Si creyera yo en la suerte, diría que las nietas de Elena somos más afortunadas que los nietos que son pocos. A falta de varones que educar, los hijos de Elena crecieron a sus hijas como hombres. No hubo diferencia entre falda y pantalón; jugamos las canicas como las muñecas, muchas decidimos estudiar y casarnos, con hijos e hijas algunas decidimos quedarnos y otras divorciarnos.
Si creyera yo en la suerte, diría, cuando pienso en los biznietos y biznietas de Dolfina, que tendrán más suerte que cualquiera.
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