Mi padre trabajaba en la empresa de la manzana mordida. Salía de casa a las siete y media de la mañana y regresaba a las nueve de la noche. Se levantaba cuando su smartphone sonaba. Sentado en la cama revisaba el correo. Mientras desayunaba leía los titulares de los periódicos a través de su tablet. Luego acudía frente al televisor y revisaba el estado de la bolsa. Abría la puerta, la cerraba con prisa y justo ahí, se iniciaba el silencio que duraba hasta su retorno.
Un día fui de excursión con el colegio al campo. Recuerdo aquél día porque sometí a mi mochila a una carga que no fue capaz de soportar. Creí oportuno comprar comida como si fuera a pasar un fin de semana, y ropa de abrigo por si la noche se nos echaba encima, además de una linterna con varias pilas por si me perdía entre la oscuridad. Las hechuras de la mochila se rompieron y buena parte de las cosas que llevaba dentro se perdieron. Por suerte conservé aquellas que luego utilicé; agua, un poco de comida y una chaqueta. Al volver a casa le conté a mi padre lo ocurrido bajo una poderosa carcajada, pero mi padre mantuvo los ojos pegados a su tablet y se dedicó a asentir alternando alguna mirada de compromiso hacia mi.
Al dar las doce de la noche, una alarma que sonaba por toda la casa avisaba a mi padre de que tenía que tomarse unas pastillas para la tensión y otras para conciliar el sueño. Una vez, mientras recogía los platos de la mesa y los llevaba al lavavajillas, la alarma sonó y mi padre la apagó con una clave verbal; “¡Salud!”, gritó. Acto seguido, encaminándose hacia su habitación, le escuché decir: “Menos mal que te tengo a ti”. El miedo a saber la verdad me hizo no preguntarle hacia quién iban dirigidas aquellas palabras.
Una mañana, cuando me desperté y caminé hacia la cocina, el estruendoso sonido de la alarma saltó en el interior del salón. Yo me adentré en él y encontré infinidad de globos de colores cayendo de las compuertas que había instaladas en el techo. Una cortina de confeti inundó rápidamente el suelo del salón y entre los globos pude encontrar a mi padre que me observaba sonriente. Abrió sus brazos para fundirse en un abrazo conmigo. Palmeó sus manos y la música comenzó a sonar. Me llevó hacia la mesa donde había una tarta con una vela encendida ondeando en el centro, me felicitó el cumpleaños y me dijo que pidiera un deseo. Yo pedí el mismo de siempre y luego se fue a trabajar. Recuerdo que aquél día era sábado.
Esa misma noche estuve con él sentado sobre el sofá, con la televisión encendida mientras me enseñaba las funcionalidades de los últimos avances de su empresa. Hubo algunos que me llamaron poderosamente la atención. La empresa de la manzana mordida había inventado unas gafas enormes y futuristas con las que poder viajar a cualquier parte del mundo a través de una realidad virtual sin moverte del sillón. En relación a este invento, me dijo que estaban trabajando en un artilugio que pudiera crear las sensaciones que se tienen cuando ves las 7 maravillas del mundo o los campos de concentración de Auschwitz. Esas sensaciones podían incluir hasta los olores de aquellos lugares. Al parecer era un juego de satélites y ondas extraordinariamente potentes. “¡Podemos crear sensaciones hijo!- dijo exaltado y con los ojos fuera de su lugar-. ¡Vamos a crear sentimientos artificiales!”.
Antes de acostarme, abrí la nevera y cogí una manzana. La guardé en una bolsa de plástico y la coloqué en un lugar caliente.
Mi padre encadenó varias noches durmiendo un par de horas. Sólo tenía un recuerdo y un presente, el de trabajar. Mientras tanto, en el colegio nos habían mandado hacer un trabajo manual para dibujo y arte. El profesor al que todos veíamos como a un filósofo y no como a un artista nos propuso que creáramos algo ingenioso. “Se que es milagroso lo que os pido, porque lo que os pido se parece al hombre que intenta sacar una hoja en blanco de un estanque de mierda para escribir desde la nada. Pero vaciaros de todo, y cread, cread ese milagro”.
Trascurridas dos tardes, tenía mi escultura de mentira. Me quedaba lo más importante, el contenido de mi obra. Para ello acudí a un viejo baúl donde guardaba cuentos e historias que había escrito desde que supe cuál era mi sueño; ser escritor. Cuando llegó el día, todos aparecimos en clase cargados con nuestros milagros. Fuimos uno por uno exponiendo el significado de nuestras creaciones. Mi turno llegó medida la clase.
-Bien compañeros. Mi escultura de mentira como veis es una especie de robot. Pero no es un robot cualquiera. Es un robot que lo único que sabe hacer es escribir. Este robot funciona del siguiente modo. Uno le pide el tipo de historia que quiere leer, qué sé yo, histórica, de suspense, erótica, romántica… en fin. Y éste robot, la escribe. Con cada historia tarda lo que necesite. Pero hagamos una prueba. A ver robot escritor, quiero una historia de amor.
Por su culo cayó esa historia enrollada. Recuerdo que todos comenzaron a reír con mucho entusiasmo. Sabía las historias que había alojadas en el pecho hueco que había construido para mi escultura, y el número era exactamente el mismo que los alumnos y el profesor formaban. De modo que todos tuvieron su historia, todos tuvieron mi regalo.
-¿Hay algún significado acerca de tu obra que se nos pueda estar escapando?- preguntó el profesor.
Aquél fue el punto en el que mis pensamientos se detuvieron en la figura de mi padre.
-Supongo que sí profesor. Supongo que cada uno de nosotros somos creados para algo, algo que tenemos la suerte de elegir por el simple hecho de ser humanos. Este robot no ha podido elegir, es cierto. Y por eso sostiene esa mueca de tristeza y amargura en su rostro. Todas las palabras las tiene en su corazón, pero sabe que llegará un momento en el que la gente solicite otro tipo de historias que esta máquina no puede crear. Sabe cual es su condición, y es la de ser un esclavo de la humanidad. La esclavitud no se abolió nunca, sólo ha mudado de forma. Si bien ésta comenzó a morir con grandes personajes como Lincoln, la ciencia, la tecnología y las grandes empresas están creando más peones, más esclavos a nuestro servicio. Y la repercusión que veo es la siguiente: nos acostumbraremos a estar a merced de estos pobres esclavos, que nos avisarán hasta de nuestra propia muerte. Y creo que, el hecho de que sean estas máquinas las que terminen de hacer las cosas por nosotros, como mi robot suple a un escritor, no puede sino derivar en que nuestras facultades humanas como las mentales se atrofien por no ejercitarlas. Y cuando queramos echar mano de ellas de nuevo, las veremos tan lejos que los esclavos comenzaremos a ser nosotros. Recurriremos a estos inventos desde el despertar hasta la noche. Inflaremos nuestra vida de creaciones e informaciones que seremos incapaces de asimilar enteramente, y lo que es peor, seremos incapaces de recordar hasta el mismísimo cumpleaños de nuestros hijos. Ese es el significado de mi escultura, el de saber cuánto puede soportar la mochila que nos acompaña en la vida.
Llegué a casa bajo la noche tras haberme tomado un refresco con algunos amigos. Al abrir la puerta, encontré a mi padre al final del pasillo y cuando me vio, se dirigió a mi con alegría. Me abrazó y me alzó sobre los aires. Besó mi frente repetidas veces y me dijo que era un genio. Del bolsillo se sacó el papel donde hacia varias tardes había esbozado mi escultura y dado una explicación sobre su función en el mundo.
-¡Vamos a revolucionar la literatura hijo mío!- gritó.
Aquella noche acudió a su oficina. Se le olvidó despedirse de mi, su alarma no se lo recordó. Tampoco le recordó que aquél abrazo dado sería el último que me daría.
Cansado, solo y triste, llamé a mi abuela para saber si podía ir a vivir con ella. Antes de sacar las maletas de casa, dejé encima del ordenador de mi padre la manzana que días atrás había guardado, mientras por su costado derecho comenzaba a aflorar un hermoso gusano repugnante.
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