Caía. Caía sin remedio. Hacia el vacío. Hacia un destino que lo haría trizas. Que haría estallar todo lo que llevaba en su interior. Destripado. Así estaría en cuestión de segundos. Solo sería un golpe seco. Luego, todo habría terminado. Y a nadie le importaría. Sería fácil encontrar un sustituto. Usar, tirar, reemplazar. Esa parecía ser una de las máximas que rigen el mundo.
Desde que llegó el lienzo, cada día, antes de retomar su trabajo, Santiago solía permanecer absorto admirándolo durante unos minutos. Le fascinaba contemplar cómo el arte era capaz de crear una nueva dimensión del tiempo; estirándolo o contrayéndolo a su antojo. Aquella era una obra que conocía bien. Sabía que el autor le había dedicado buena parte de su vida. Años entregados a condensar un solo instante. El instante supremo. El instante de la creación.
Santiago era de esas personas que encontraba placer en el hecho de ensuciarse las manos trabajando. Se sentía orgulloso de ello. Y no desaprovechaba cualquier conversación de trabajo para pronunciar una de sus frases más recurrentes: “Hemos perdido el hábito de hacer cosas con las manos”. Luego, con frecuencia, hacía mención a otros argumentos que, según él, confirmaban que la tecnología estaba demoliendo nuestra creatividad. “Puede que por eso – solía concluir -, ahora casi todo a lo que aspiramos parece privado de alma”.
– Cuando regreses yo ya me habré ido. No me llames. No hay marcha atrás.
Un anticuado teléfono móvil. Esa era su concesión a la modernidad. El único elemento tecnológico cuya entrada había permitido en su vida. Un objeto que acababa de hacer detonar un imparable flujo de pensamiento en su interior. Una ola de conciencia que iba descifrando cada palabra del escueto mensaje recién llegado.
El inicio del texto estuvo retumbando en su mente unos segundos. -Cuando regreses yo ya me habré ido–. Una vibración había anunciado su llegada. La pantalla del móvil parecía haber despertado de su letargo, iluminando a una criatura de sesenta y nueve caracteres. Un sonido sutil que, sin embargo, él sintió tan violento como el de un terremoto. Tanto que, por un instante, creyó que la plataforma sobre la que trabajaba iba a venirse abajo. Incluso estuvo a punto de perder el trazo de su pincel a causa del sobresalto. Cuando trabajaba, casi nada conseguía abstraerlo de su cometido. Y aún menos cuando lo hacía a varios metros sobre el suelo. Ni siquiera el constante repiqueteo, con el que Amelia solía castigar el teclado de su ordenador, parecía gozar de existencia. Allí arriba se sentía extrañamente seguro. Por eso, no le importaba llevar casi tres meses trabajando sobre la frágil estructura metálica que cubría aquel enorme lienzo renacentista. Sin embargo, en ese instante, su ser rezumaba incredulidad. Sentado en su atalaya, a Santiago se le antojaba incomprensible que ella hubiese decidido dejarlo mediante un vulgar SMS. De la misma forma que le resultaba inexplicable que alguien pudiera pasar delante de una obra de arte sin detenerse a escrutar su interior; a descubrir sus imperfecciones, sus arrugas, su vida. Pasar de largo sin saborear las mismas huellas del tiempo que ahora él se afanaba en disimular.
Caía, más y más. Y su caída se alargaba como un horizonte inalcanzable. Era como si el tiempo, de pronto, se hubiese tornado cadencioso. Un mundo sin prisas. Sí, eso es lo que parecía todo en aquel ínfimo y último momento. El retrato de un instante infinito.
– No me llames – continuaba el mensaje. Los ojos de Santiago observaban el móvil desconcertados. Aquel dispositivo, fabricado a miles de kilómetros de allí, parecía haberse transformado en un canal por el que acababan de esfumarse diez años de matrimonio. En ese instante, su mirada decidió perderse en el fondo de la sala. Un espacio diáfano, de estilo moderno, con amplios ventanales, techos altos y paredes blancas. Un local que solía acoger piezas clásicas para su restauración; y tras la que eran expuestas de manera temporal. Una sala de paredes frías, en una de las cuales colgaba ahora la desnudez de una Venus voluptuosa. Una escultural imagen femenina a la que un soplo de aire divino comenzaba a insuflarle vida. Las pupilas de Santiago reflejaban una atmósfera mezcla de acero, cristal y hormigón, que no solo disipaba el aliento de un Dios Creador, sino que, además, amplificaba la palidez de aquella figura de mujer. Y, sin embargo, ambos, obra y espacio, parecían estar condenados a convivir bajo un mismo techo. Aunque Santiago dudaba que aquellas dos naturalezas pudieran llegar a comprenderse en algún momento.
El SMS concluía con un “no hay marcha atrás”. No, no parecía que un arreglo fuera ya posible –se lamentó- De pronto, reconoció que su relación no había sido más que algo superfluo. Tanto como la mirada de muchos de los cientos de visitantes que, en breve, pisarían aquel museo con el único propósito de inmortalizarse junto a la obra; y, finalmente, exponerse junto a ella en el perfil de cualquier red social. Pero ese momento aún no había llegado –se esforzó en pensar-. La obra aún seguía en sus manos. Solo un poco de tiempo más, puede que solo unas horas, y habría completado su restauración. Aquel lienzo tendría entonces la oportunidad de seguir esperando a que la sensibilidad de alguien se atreviese a descubrir su alma. Santiago encontró en esa reflexión el alivio que necesitaba para culminar su trabajo. “En mis manos está que el mundo tenga una nueva oportunidad para reconciliarse con el arte” –concluyó pretensioso-. Seguidamente, dirigió una de sus manos al recipiente en el que depositaba sus pinceles.
Caía, seguía cayendo. Y, aunque se presagiaba el final, a Santiago ya nada parecía importarle. No, ya no se sentía con fuerzas para seguir engañándose. Para continuar pensando que, algún día, conseguiría resolver el desconcertante enigma que albergaba el alma de su mujer. Quizás por eso, cuando el teléfono móvil por fin estalló contra el suelo, sintió un gran alivio. Sintió que no solo se habían perdido para siempre aquellos sesenta y nueve caracteres, sino también miles de emociones vacías. Cientos de momentos agotados que acabarían diluyéndose en el océano del tiempo. Un lugar del que ya nada podría ser rescatado.
El impacto provocó un fuerte estruendo que hizo retumbar toda la sala. El terminal había caído a pocos metros de la mesa donde Amelia se disponía a recoger sus cosas. Se había roto en mil pedazos. Algunos fragmentos rodaron hasta llegar a la altura de los pies de la mujer que, sobresaltada, se giró hacia el lugar del impacto. A continuación, de manera instintiva, dejó que su vista la llevase a cinco metros sobre su cabeza. Allí, sus ojos alcanzaron el punto desde donde Santiago acababa de arrojar su móvil. Después de tres meses trabajando juntos en aquel proyecto, ambos sintieron como si, de repente, sus miradas se hubiesen encontrado por primera vez. En aquel preciso instante, Santiago decidió que quizás sería buena idea tomarse un respiro. Puede que, incluso, salir y comprar un nuevo móvil.
José Manuel Viera – Marzo 2014
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