Clara nunca pensó que un ordenador se convertiría en su fiel confidente. Tenía familia, amigos, muchas aficiones y a Matilde, su incondicional perrita gruñona. Una mañana paseando por el parque, vio anunciado un curso de Informática en un nuevo Centro Social cercano a su casa. Seguramente si se lo comentaba a Ana, le diría lo de siempre, qué tontería, a tu edad… Por eso, arrancó un número de teléfono de la hoja, se lo guardó en el bolsillo y continuó su paseo, porque Matilde, todo sea dicho de paso, no esperaba por nadie. Y a Ana, qué más le daba, nunca tenía tiempo para escucharla. Quizás podría contar con el apoyo de María, ella sí se esforzaba por entenderla.

Ana trabajaba por las tardes en una panadería, que no le daba para mucho, pero entre eso y la pensión de viudedad de su madre, salía adelante. Le gustaba pintar, leer, pasear, quedar con sus amigas a tomar café y poner el mundo del revés, lo normal, teniendo en cuenta que la vida no le había dado muchas alegrías. Adoraba a Clara aunque nunca se lo decía. Daba la vida por María, su única hija.

María estudiaba medicina, no porque le gustara a ella sino por complacer a su madre. Veía su cara de orgullo, sus ojos de tristeza, su sonrisa de esperanza y no podía decirle que en realidad ella quería ser bailarina, o trapecista, o cantante… cualquier cosa que pusiera ese ápice de riesgo del que carecía su vida, pero no, estaba en cuarto de medicina, con un expediente académico brillante. Amaba a su madre y adoraba a Clara a partes iguales. Con su abuela llevaba unos días muy entretenida, se había apuntado a unas clases de informática y compartía correos con un señor tan dicharachero como ella. De repente, una tarde, creyó ver el brillo de la felicidad en sus ojos. Y María se emocionó por un momento, y sintió que amaba y admiraba a aquella mujer que se había instalado en sus vidas por casualidades del destino y que apenas hacía ruido, apenas molestaba, apenas parecía vivir… pero vaya si vivía… qué equivocada estaba su madre cuando creía que la abuela ya no tenía vida propia… se perdía lo mejor de ella por no mirarla a los ojos, por no pararse a escucharla, por no dedicarle más tiempo… algún día quizás se arrepentiría, algún día quizás fuera demasiado tarde…

Clara sabía que la vida sólo se vive una vez, que el futuro no está garantizado para nadie, que es importante saber disfrutar del aquí y ahora, y que la felicidad puede estar a la vuelta de la esquina. Clara tenía 75 años, y la misma rutina cada día desde hacía diez. Se levantaba temprano igual que María, desayunaba con ella en la cocina, una tostada para cada una, con mermelada de ciruela, el zumo de naranja recién exprimido, y aquel café compartido, de primera hora, recién hecho, que le daba la vida. Después María se iba corriendo a la facultad y ella empezaba la mañana cuidándose, primero unos simples ejercicios de estiramientos, después pulía sus uñas con esmero y su manicura era siempre perfecta, unas manos bien cuidadas transmitían tantas cosas… También se ocupaba de sus plantas, de Matilde con la que salía de paseo todas las mañanas, de hacer los recados que le encargaba Ana, de oler la primavera, y por supuesto, desde hacía 10 años recordaba a Luis, su marido, al que Dios le había arrebatado demasiado pronto, sin previo aviso, sin dejarle ni una pista de lo que podía ocurrir. Por eso sabía que mañana podía no llegar.

María pasaba las tardes en casa, estudiando, sólo volvía tarde los días que tenía prácticas en la facultad, entonces prefería quedarse a comer en el comedor universitario y así aprovechaba el tiempo en la biblioteca, repasando cualquier tema que tuviera pendiente. Dependía de una beca para sacar adelante sus estudios, por eso tenía claro que lo primero era eso, estudiar. Tampoco envidiaba a nadie, tenía algunas amigas, pocas la verdad, que vivían para las compras, las fiestas de fin de semana, los novios de tres meses con lloros de abandonos que duraban tres meses más, no era su caso. Tenía claro que no era el momento de romances, ni de fiestas, no podía permitírselo ni a nivel económico ni a nivel emocional, necesitaba estar estable, concentrada, tampoco necesitaba más de cuatro trapos en su armario, no tenía que gustar a nadie, sus conquistas se medían al final del curso, con unas notas deslumbrantes que sí provocaban envidia y admiración a partes iguales en amigos y conocidos.

Ana había vuelto a discutir con su jefa, vale que las cosas estaban mal, que empezó en la panadería atendiendo sólo el mostrador y las ventas, pero ahora con la dichosa crisis, era la chica para todo, barría, ponía cafés, sacaba bandejas de pasteles del horno y los colocaba escrupulosamente en cada bandeja, hacía relucir las vitrinas día sí y día también, así que cuando Laura le dijo que este sábado tenía que trabajar, se encolerizó por dentro, y trató de morderse la lengua, pero no pudo y dijo que no, que lo sentía mucho y que no podía cambiar sus planes así sin previo aviso. Laura le advirtió que en la cola del paro muchas matarían por hacer aquellas horas extras tan bien pagadas, pero Ana se mantuvo en sus trece, no cedió y pasó una de las peores mañanas de los últimos tiempos, sabiendo que se jugaba el puesto de trabajo, pero también su dignidad. En realidad para el sábado no tenía ningún plan, o mejor dicho el plan habitual… peluquería, café con las amigas por la tarde y vuelta a casa a rematar la plancha y a ver esa serie de no sé qué cadena, a la que se había enganchado irremediablemente porque allí los sueños se hacían realidad, todo el mundo estaba en el sitio exacto en el momento justo y nadie sufría ni lloraba, ni era abandonado… vale un poco utópico, sí, pero era el bálsamo perfecto para sus heridas. Por eso no quería mirar a los ojos de su madre, donde tanta pena asomaba, ni siquiera se sentaba con su hija a tomar un café, María era más madura que ella, más seria, más responsable y sentía vergüenza… Y sabía que estaba dejando que la vida se le colara entre los dedos, sabía que las estaba perdiendo a las dos poco a poco, sabía que algún día ya no podría dar marcha atrás… pero seguía clavada en el sillón, mientras la tele de fondo le quitaba las pocas fuerzas que le quedaban para pedir perdón y volver a empezar…

En los planes de Clara no estaba conocer a otro hombre, pero Antonio había llegado cuando tenía que llegar, y se sentía bien con él, a su lado se relajaba, se sentía segura. Por las noches, con la ayuda de María al principio y gracias al curso de informática, se enviaban correos. En el último, Antonio le proponía que se fuera a vivir con él, también estaba viudo y la casa para dos era perfecta. Clara le había dicho que se lo tenía que pensar, no era una decisión fácil, su hija no estaba en su mejor momento, ella lo sabía a pesar de sus silencios, de su distancia, y su nieta la echaría de menos. Pero también sabía que no tomar la decisión correcta, que no ser valiente cuando la vida se lo pedía, que dejarse llevar por el miedo que sentía, no arrugaría su rostro, pero sí su alma. Sabía que ella creía en los sueños, porque nunca había perdido la esperanza. Por eso, aquella noche, y con la maleta hecha debajo de la cama, encendió el ordenador, acarició la cabeza de Matilde que la miraba con ojos vidriosos, y comenzó a escribir:

Antonio, lo he meditado mucho, tu propuesta franca y sincera ha llegado como un soplo de aire fresco a mi vida, cuando ya no esperaba nada de ésta… pero no puedo dejarlas así sin más… ellas me necesitan, ellas no lo saben pero yo sí…”

Las lágrimas resbalaban lentamente por sus delicadas mejillas, mientras aquellas cuidadas manos acariciaban cada tecla del ordenador con tremenda suavidad y delicadeza, Clara sabía que a veces, había que tomar decisiones que mataban el corazón, pero tranquilizaban el alma.

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