Mirándote hacia arriba, qué difícil me resulta reconocer en ti al niño que fuiste. Ese capaz de sacarse el chupete de la boca y ofrecérselo a otro niño si lloraba. O el chiquitín que curioso se asomaba al balcón y cuando descubría estrellas en lo alto, sonreía y saludando con la mano les invitaba a bajar para jugar. Tampoco reconozco en ti al muchachito que, con los números recién aprendidos, se deleitaba contando las campanadas de la iglesia del pueblo y repetía a todo el mundo la hora que era. ¿Cómo voy a reconocerte si ahora estás siempre ensimismado mirando a una pequeña pantalla luminosa?

Quizá piensas que las estrellas descendidas han cristalizado en ella, por cierto, a la única que hablas. Y de qué manera, que no has vuelto a decir que son las tres en punto, sino las quince cero, cero.

Pero ahora que yo, tu madre, ya me habré convertido en estrella, espero que repares tu error y hasta encuentres a alguien que sea capaz de ofrecerte su chupete.

 

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