Ya sabía yo que no estaba hecho para esta ciudad. Muchos dirán que no estoy hecho para ninguna ciudad, que siempre encuentro alguna razón para huir y si no, me la invento. Y puede que tengan razón, pero es que de esta, de esta en concreto, tengo motivos de sobra para salir corriendo. Y más después de lo que está a punto de sucederle a la de las pestañas azules. Aunque ella no tenga la culpa. Así se enterarán de lo que soy capaz. 

Nos conocimos por una aplicación de citas y aunque tardó en convencerme, finalmente accedí a quedar con ella pero menos mal que tuve la prudencia de hacerlo lejos de casa. Mi intuición no suele fallar. Además, toda precaución es poca. Desde aquella primera cita, camino con la cabeza gacha para que las cámaras me graben la nuca y no la cara. Lo único que veo es el suelo de la calle, impoluto gracias a los robots que, casualmente, fabricaba la misma empresa que financió la sustitución del colectivo de los enfermeros, al que yo pertenecía, por dispositivos de cuidado. Es incómodo pero tengo que hacerlo por mi propia seguridad si no quiero que sepan dónde estoy en cada momento.

Pidió por mí una bebida densa y verde con bolitas blancas flotantes. Por si acaso no la probé lo cual pareció ponerle nerviosa.

Cuando le conté que tuve que aceptar el trabajo porque terminaron por cortarme la luz en casa y ya no me fiaban en ninguna tienda y que por supuesto me había resistido a cambiar de población, me dijo que tenía que adaptarme y agradecer a la empresa que me hubiera dado la oportunidad de contribuir a la sociedad. 

– No te pagan mal para dedicarte a ensamblar piezas de robots- me dijo.

– ¿Cómo sabes que ese es mi trabajo?

– Es un empleo habitual al que optan los… – hizo una mueca- menos especializados. 

Estaba seguro de que en ningún momento le había dicho en qué trabajaba y no había hablado con nadie más desde que llegué. 

Resultó que sabía desde hacía meses que trabajamos en el mismo sitio. Se inventó, porque yo no me acuerdo, que hablamos durante un simulacro, el primero de muchos que he tenido que hacer. Me dijo que sí, que le pregunté varias veces si sabía cuándo terminaría y que le había hecho mucha gracia que no dejara de mirar el reloj de la pantalla de control mientras los vigilantes de seguridad paseaban de un lado para otro revisando las identificaciones. Ella no me dejó preguntarle en qué trabajaba porque, para mantenerme callado, me metió la lengua en la boca. En esta ciudad tienen la costumbre de evitar que caminemos acompañados por la calle, por lo que en muchos lugares de ocio tienen pequeñas cápsulas donde la gente puede mantener relaciones sexuales y así cuando termina el amor cada uno se va por su cuenta. Lo reconozco: no fue fácil concentrarme porque aunque me hipnotizaba la densidad de sus pestañas azules, no podía dejar de pensar en que ella, probablemente un nexo con mi anterior empleo, con toda seguridad me estaba advirtiendo de que estaba siendo vigilado y debía tener cuidado con lo que hacía. 

Con el objetivo de asegurarme de que estaba en lo cierto me esforcé para que confiara en mí y conseguí que me invitara a su casa. Era oscura a pesar de que había muchas lámparas, pero estas estaban cubiertas por telas que disminuían la intensidad de la luz. Apenas había objetos. Sí postales, por todas partes, sobre las estanterías, pegadas en las paredes, los armarios, bajo el cristal de la mesa. 

– ¿Has visitado todos estos lugares? – le pregunté. 

– No, nunca he salido de la ciudad. 

Pensé que yo nunca había vivido más de diez meses en el mismo sitio. 

Curioseé hasta que, escondida tras una botella de un licor que curiosamente era típico de mi anterior ciudad, encontré la pista definitiva: una foto en la que había una casa que se parecía a la mía. La habían manipulado para que no resultara tan evidente, pero era mi casa. Reconocía las vallas pintadas de rojo y llenas de plantas y el alféizar con grietas y pinchos para espantar a las palomas. Seguro que había mandado entrar a alguien y habían descubierto los planos de la anterior empresa, los cuales yo mismo había dibujado para distribuir entre mis compañeros y organizar una revolución para terminar con los prototipos de los robots que iban a sustituirnos. No llegué a llevarlo a cabo, pero ¿por qué otra razón iban si no a obligarme a cambiar de ciudad? Querían evitar a toda costa que aquí se me ocurriera hacer lo mismo. En cierto modo lo han conseguido, porque me toca de nuevo viajar a otro lugar. 

Llevo varios días sin dormir ni una sola hora. No como porque si estoy hambriento me concentro mejor y soy más decidido. Mi padre me llama pero no cojo el teléfono, no hay tiempo para distraerse con nada. No puede quedar ningún cabo suelto. Me las he arreglado para que venga a mi escondite: el cuartucho de los productos de limpieza. Flotar entre cepillos y fregonas, botes de lejía, detergentes, desinfectantes y bayetas y pasear la mirada por colores fluorescentes y tapones con sistema de seguridad para niños y calaveras sobre cuadrados blancos me relaja. Pero hoy no estoy tranquilo, hoy no es como el resto de los días que paso ahí. Hoy mis pensamientos no se diluyen, no se ahogan sino que se mezclan con lejía y el agua sucia de los cubos. Tengo que huir esta misma noche y no puedo permitirme ni un solo error. 

Imagino sus pestañas azules parpadeando mientras se acerca a la puerta. Estiro los dedos para calentar y que me resulte facil apretar su cuello entre mis manos hasta dejarla sin respiración y deje de vigilarme. Aunque ella no tenga la culpa. Así se enterarán de lo que soy capaz. 

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