La era en la que el hombre vio maravillas

La era en la que el hombre vio maravillas

Lucia Navarro

13/03/2014

Con forme la densa nube de humo se elevaba entre la multitud, dispersándola, el pánico y el olor a fósforo se esparcían como aliento de fantasma impregnando cada rincón. Unos rayos verdes, como relámpagos, atravesaban la columna vaporosa que sugería la forma de un genio colosal.

Solo el eco de una voz grave, que revotó en los edificios alrededor de la explanada, como si viniera de todas direcciones, frenó momentáneamente la huida de aquel público que ahora se apresuraba despavorido, en tumultuosa y desordenada estampida, hacía las salidas de los extremos de la plaza.

<<Privilegiados hijos de Soria, hombres de buen corazón, ustedes serán los primeros encomendados en predicar mi gran nombre. Vayan y digan con certeza que el momento de temer para los impíos ha llegado, pues para Actrón nada es imposible y nada está fuera de alcance.  

L. no había podido moverse, se había quedado parado, más bien petrificado; habría querido correr como los demás pero sus piernas no le habían respondido. J., su buen amigo, lo había agarrado por el hombro derecho y había querido jalarlo para que huyera con él pero había sido inútil – ¡esto es cosa del diablo!– había alcanzado a decirle antes de abandonarlo.

Nunca, en los años que llevaba vagando por el mundo, de puerto en puerto, robando, apostando, siguiendo circos, enamorándose de alguna criada aquí y allá, gozando de sus hospitalidades, había contemplado tal maravilla. Y sin embargo era verdad que había visto algunas cosas ciertamente maravillosas, entre ellas, lo que describió como un gusano de metal que recorría las montañas haciendo un ruido espeluznante y se detenía en los pueblos para tragar hombres; luego, en otra ocasión, vio a través de la ventana de una casa de aristócratas, una especie de vela de cristal, que alumbraba todo un salón y cuya llama no se extinguía jamás; había escuchado hablar incluso, de boca de unos comerciantes, sobre un cuerno mágico con el que podía hablarse con otra persona que estuviera del otro lado de la ciudad.

Ahí estaba, con el corazón acelerado y las pupilas dilatadas, sin poder apartar la vista de los nubarrones de humo, entre los que aparecía el rostro severo de Actrón; tan nítidamente lo percibía, que casi tenía la impresión de poder palparlo, del mismo modo que palpaba ansiosamente los senos de las mozas siempre que podía y con la misma certeza con la que su mente comprendía la energía del fuego.

Era un rostro sin cuerpo, formado de la misma esencia ligera e inconstante del gas; más grande que las puertas de la catedral, que las carabelas ancladas al puerto de Rodas o la fachada de la casa del gobernador; y sin embargo expresivo, tan vívido y animado como cualquier otro, tan real que un cristiano tanto como un musulmán pudieran por igual dar fe de su presencia. L. se talló los ojos.

<<Heme aquí, para separar los incrédulos de los fieles, soy el milagro de la vida eterna y he venido del más allá para prometer justicia a los justos.

Al oír esto L. se estremeció, dio vuelta a sus bolsillos dejando caer las cinco monedas que había robado del bote de un ciego esa misma mañana y cayó de rodillas.

 <<¡Piedad! –gimió sin poder contener las lágrimas que salían torrencialmente cubriéndole el rostro.

<<¡Tú!, buen hombre, he de permitirte la gracia de cumplir tu destino, ya que con tu miserable ofrenda y tu reverencia has logrado agradarme.

Un enano de mirada perversa, que parecía divertirse, se aproximó a L. tranquilamente; no parecía estar ni un poco impresionado, mucho menos conmovido, recogió las monedas en un saco mientras L. se cubría la cabeza que había pegado al suelo al escuchar un estruendo y ver una ráfaga violenta de relámpagos verdes. Esperó lo peor por un par de minutos, hasta que no escuchó más ruido y poco a poco se atrevió a enderezarse,  <<¡ha desaparecido! –alguien dijo.

La plaza quedó pronto desierta. Solo quedaban algunos que al igual que L. se habían agazapado vaciando sus bolsillos en el acto, imitando su conducta, entre ellos, el mismo gobernador que lloraba aún y sólo le quedaba la camisa de seda, pues los anillos de rubíes, el bastón incrustado con diamantes y la misma capa bordada con hilos de oro habían ido a parar al saco del enano que se había esfumado sin dejar rastro, igual que el humo, antes espeso, ahora se disipaba dejando ver la desnudez del cielo nocturno.

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