Yo amaba a Mike. 

Amaba sus gestos, amaba su olor, amaba el titubeo de su voz cuando se apasionaba al hablar de un tema y amaba el peso de su cuerpo sobre el mío. 

Sin embargo, en aquellos días en los que Mike se encontraba lejos, mi relajada vida de año sabático se había convertido en una vorágine de la ansiedad vital que produce el aburrimiento, que sólo se puede llenar o con furtivos asaltos a la nevera que pronto se convierten en grasa en los flancos o con entretenimiento barato que anestesia el vacío pero te llena de más nada. 

En una de estas, apareció aquel portal online sobre un tema que me interesaba enormemente. Lo único que Mike no compartía conmigo. Era un portal para conocer personas con las mismas inquietudes que yo. Así que, movida por la curiosidad y por el no tener nada mejor que hacer, creé una cuenta.

A las dos horas apareció Ruy. Y volví a sentir esos hormigueos en el estómago, como un pequeño fuego en la boca de la tripita, una extraña resonancia que te dice que «tal vez sí». Sin malicia pero sabiendo que no estaba haciendo las cosas bien, en seguida me encontré a mí misma paseando al sol, con el teléfono en la mano, escribiendo eternos mails sobre mi tabú prohibido a una persona que no conocía, pero que lo compartía. Una persona que era la antítesis del hombre con quien yo estaba segura de que me casaría, pero que, en mi humilde entendimiento, parecía ofrecerme una vida mucho más acorde con la que yo había planeado para mí. 

Las tardes se sucedían entre las ausencias de Mike, el paulatino arraigo que Ruy iba tomando en mi vida y mis ojos clamando al cielo una respuesta divina, que llegaba en forma de mail de Ruy, alimentando así la semilla de la duda, llevando a un primer plano aquello de lo que Mike jamás quiso oír hablar, magnificando esta dimensión mía en la que yo tanto había confiado. 

A las tres semanas, con un café de multinacional en una mano y el teléfono móvil en la otra, me senté en un banco y comencé a llorar lágrimas de las que saben a que puedes traicionar a quien más quieres sin ponerle un dedo encima a nadie, y de las que saben que a la vez, suprimir una parte de ti misma es traicionarse a uno mismo. En aquel momento, en aquel parque, entre sollozos, me sentí la persona más sola del mundo porque entendí que la ausencia no acaricia el alma, del mismo modo que la pantalla de un ordenador puede contener palabras que acaricien el alma pero no el cuerpo. 

A las dos semanas de las tres semanas, con cinco kilos menos y la piel deshidratada de tanto engañar como único equipaje, Ruy me recogía en el aeropuerto de su ciudad. Era tal cual me había mostrado en fotos. Las mismas gafas, su cara era igual, era él. En el momento en el que le vi de lejos pensé que me iban a flaquear las rodillas. Me besó afectuosamente en la mejilla y resolvimos tomar un café en el mismo aeropuerto porque yo estaba agotada tras el viaje. La conversación transcurría agradable, y yo notaba en él el brillo en los ojos de quien tiene hambre de persona. De repente, hizo un gesto para colocarse las gafas. Era un gesto increíblemente ridículo, afeminado y casi pusilánime que hizo que se me revolviera el estómago. Decidí dejarlo correr, quizás fue producto de los nervios. Dos horas más tarde, mientras paseábamos por la ciudad, había hecho el gesto cuatro veces. Era un gesto ya fundido en su gesticulación diaria. En un momento, me di cuenta de que no me gustaba su olor, su voz era similar a la de Franco, llevaba unos zapatos horribles, y aquel gesto, aquel puto gesto, ese movimiento de hombro-brazo-codo-muñeca-dedos era espeluznante, contaminaba todo lo que era bello a un kilómetro a la rotonda, y yo miraba a Ruy y pensaba «PERO DIOS MÍO, CÓMO NADIE MÁS LO VE». Y yo miraba a Ruy y me daba cuenta de que Ruy no era mi Ruy tras la pantalla del móvil o del ordenador, Ruy era un personaje que yo había creado, Ruy era la representación simbólica de lo único que yo le reprochaba a Mike, de su único vacío.

Con la fuerza de voluntad que da un Gin Tonic a las cuatro de la tarde bajo el sol, aproveché que tenía que ir al lavabo para tirar el móvil al retrete y tirar de la cadena cuatro veces. Después, corrí, sin despedirme de Rui, hacia el aeropuerto. Me puse un calmante bajo la lengua y, sentada en la sala de espera, volví a romper a llorar. Se me pasaron mil ideas por la cabeza, se me pasaron varios videoclips de música indie en los que las personas se amaban y eran libres, y yo pensaba que cómo carajo iba a ser libre si tenía que buscar al otro lado de la pantalla lo que a mi pareja le faltaba. 

Cuando llegué a casa, Mike estaba sentado en el sofá viendo una película con un botellín de cerveza en la mano. Me senté en sus rodillas y le besé. Supongo que más vale carencia conocida que dimensión por conocer. 

http://www.youtube.com/watch?

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