Eran las 16:45 y Eugenia ya llevaba nueve horas sumida en las tareas del hogar – instar a Marina a que saliera de la cama o tener preparado el desayuno a las ocho en punto para los señores. Eugenia disfrutaba con su rutina, llevaba cuidando de esa familia diez años y, pese a que seguía dirigiéndose al Señor García de usted, se sentía parte de ella. Su favorita era la pequeña, Marina. Aunque la adolescencia le estuviera pasando factura, ella recordaba con especial cariño aquellas tardes de su infancia en las que se quedaban a solas y Marina le rogaba que le contará historias de su bien amado México. Además, ese trabajo le había permitido ahorrar para poder traer a Madrid a su ya no tan pequeño Miguelito.
Los padres de Marina eran mexicanos como Eugenia. Vinieron a Madrid cuando a su padre, Javier, le destinaron a Madrid en la empresa. Al poco tiempo, nació Marina. Marina recordaba sus primeros años de infancia de manera agridulce. Sus primeros días en el colegio le revelaron una verdad en aquel entonces inesperada, aunque en su DNI pusiera que era española, sus rasgos y su color de piel la delataban a ojos de los otros niños como impostora. Los días que Marina llegaba a casa desanimada después del colegio, Eugenia le preparaba un chocolate caliente y la sentaba en su regazo mientras que le hablaba de México. Marina le escuchaba con los ojos muy abiertos y una chispa de entusiasmo en sus ojos. Al acabar, Eugenia le besaba y le pedía que, pasará lo que pasará, jamás se avergonzará de su procedencia.
Con el paso de los años, la desconfianza de los niños se fue desvaneciendo hasta que finalmente desapareció. Marina fue cosechando amistades y, poco a poco, se fue olvidando de aquellas tardes en el regazo de Eugenia. A día de hoy, Marina tenía su propia pandilla y jamás faltaba a ninguna fiesta. En el colegio, el resto de los niños se partían de la risa con su acento mexicano y se mostraban entusiasmados cuando revelaba su procedencia. Inmediatamente después hacían un comentario acerca de lo mucho que les gustaban las fajitas o de cuánto les “molaba Cancún para veranear”.
Eugenia estaba haciendo la colada. Antes de meter los vaqueros de Marina, comprobó que no hubiera nada en los bolsillos. Bingo, había un papel. Eugenia lo saco y lo dejó encima de la mesa, pero le llamo la atención. Ella había visto ese símbolo antes; se trataba de una cruz cuyas aspas se doblaban en ángulo recto al final. De pronto, se acordó de donde había visto ese símbolo, la película de antena 3 del domingo pasado. Los soldados alemanes lo llevaban en el brazo y, recayó, era el símbolo nazi. Eugenia se corrigió, eso era imposible, al fin y al cabo, Marina, aunque había nacido en España, venía de una familia de inmigrantes. Además, eso había sido hace mucho tiempo, ya nadie pensaba así, se dijo a si misma intentando convencerse.
Entonces, le vino a la cabeza la última conversación que Eugenia había mantenido con Marina acerca de Miguelito. Marina estaba merendando con un amigo del colegio cuando ella entró en la cocina emocionada; su hijo le había dicho que había iniciado los trámites para conseguir el visado. Eugenia se lo contó a Marina entusiasmada pero Marina no contestó e intercambio un par de miradas nerviosas con su amigo. Eugenia miró al invitado intentando descifrar la situación; le llamó la atención la cabeza rapada, pero lo achacó a esas “nuevas modas” que ella nunca era capaz de entender. Marina rompió el silencio y pregunto incómoda:
– Ah, que bien – sin embargo, Eugenia recayó en que Marina no parecía contenta- ¿Dónde se va a quedar? – pregunto intentando mostrar indiferencia.
– Pues eso le quería comentar a tus papás. Había pensado en que hasta que Miguelito encontrara una casa, se quedara aquí y me ayudara con los quehaceres. – Se volvió a formar un silencio incómodo. Eugenia recayó en que el niño había levantado las cejas en señal de resignación. Eugenia no entendía nada. – Miguel está deseando verte, se acuerda mucho de aquel verano en el que se conocieron y jugaban. ¿Recuerdas? Ustedes dos eran bien chiquitos, pero se hicieron inseparables.
– Hija, Eugenia, como me voy a acordar. Era una enana y todavía no tenía idea de nada- respondió Marina en tono defensivo
Eugenia sacudió la cabeza y prefirió pensar en otra cosa. Sintonizó las noticias en la radio y subió el volumen para continuar con la colada. Estaba a punto de poner la lavadora cuando entró Marina con el niño con la cabeza rapada.
– Hola Eugenia, ¿puedes subirnos la merienda al cuarto? – pregunto ella con un aire mas distante de lo habitual.
– Claro, Marina. ¿Qué tal la escuela?
Marina se apresuró a contestar cuando salió una noticia en la radio: “el Gobierno aprobara un nuevo paquete de ayudas para los inmigrantes”. De pronto, un silencio sepultador invadió la cocina que fue interrumpido por el susurro de aquel de aquel niño: “putos panchitos”. Eugenia miró a Marina con la esperanza de poder leer en sus ojos algo de remordimiento:
– Bueno, Eugenia, subo ya que vamos con prisa.
Mientras que se alejaban de la cocina, Eugenia escuchó devastada su conversación:
– Marcos, te has pasado, tío
– Joder, Marina, ya sabes… Tu no nos molestas. Tu y tu familia, es distinto, ¿sabes? El problema son los indocumentados esos que vienen aquí para quitarnos lo que es nuestro…Los putos panchitos, tronca.
A Eugenia se le paró el corazón, pero lo peor estaba por llegar, Marina río y añadió:
– Que pereza, Miguelito. Encima la Machu Picchu dándome la chapa con que yo era amiga suya de pequeña. – A Eugenia se le empañaron los ojos, tenía ganas de gritarle que Machu Picchu ni siquiera estaba en México.
– Ya veras, el Miguelito… Ese a la primera de cambio te intenta hacer un bombo para sacarte los papeles.
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