No me alcanza la fuerza de los sólidos pilares que sustentan mi vida, mi hija y mi trabajo, para atravesar el desierto emocional por el que vago desde hace meses,- pensé mientras clavaba mi vista en la cristalera sin cortinas de mi salón. Una noche más sin dormir bajo un cielo negro, sin estrellas ni luna.

El insidioso divorcio me ha dejado el corazón en los huesos y los ojos como pasas. Estoy yerma; ya no lloro. No puedo llorar. Además, ¿de qué valdría? Todo se arruinó. Nosotros, que nos quisimos tanto. Fuimos amigos, compañeros y cómplices, y el asombro de nuestro alrededor. Que nos convertimos en expertos amantes recorriéndonos incansables hasta cincelar el mapa de nuestros cuerpos en nuestros sentidos. Quién hubiera dicho que terminaríamos así; cansados, indiferentes, hastiados el uno del otro. Se nos murió el amor sin darnos cuenta, entre fútiles rutinas hasta que sólo fuimos compañeros de piso y de facturas. Qué triste, y qué penoso no haberlo reconocido antes. Era cuestión de tiempo que un tercero -fue una tercera- saliera al quite de la embestida de nuestra moribunda pareja. Fatal humillación ser denostada por otra. Y cuánto dolor.

 Debo encontrar la salida a este retorcido laberinto que recorro sin rumbo, perdida. Sea como sea, lo lograré. Sobreviviré y saldré renovada. Me lo he propuesto; es mi voluntad. Pero cómo y cuándo, el tiempo lo dirá.

Buscando la salvación me he topado con Internet. A estas alturas, puede parecer ridículo y desfasado, pero es cierto. Navegar por ése inmenso océano de webs nunca me ha sugerido gran cosa; sólo una herramienta más de trabajo. Pero hete aquí que mi querida hija, Celinda, me ha enseñado el infinito mundo que se esconde en esta red. Estoy enganchada. Desde hace unas semanas, Internet se ha convertido en un ameno retiro donde las horas, tan dilatadas antes, vuelan sin descanso. En la estrella que comienza a iluminar el sendero de amargura por el ando despistada.

 ¡Gracias, mi niña!

 Sólo hace tres días que lo encontré por casualidad, en una fotografía muy antigua, borrosa. Quedé prendada de aquella imagen, atrapada por la quietud que transmitía. Perdido en Sierra Maga -¿dónde está eso?-, casi colgado de un colosal barranco, un diminuto pueblo asoma tímidamente entre bosques y riscos. Por una de sus lindes corre un riachuelo de aguas límpidas que, en su sonora y brutal caída, forma saltos y cascadas de bellísimo corte. Sin embargo, no aparecían sus señas de identidad. Ni su nombre, ni su ubicación exacta, ni mucho menos cómo llegar hasta allí. Desde que lo descubrí, la intriga me devora y no hago más que investigar. La infinita telaraña de información virtual me tiene atrapada. Pero es tarde, casi las tres de la madrugada. 

Mañana será otro día.

 Hoy, de nuevo, mi hija me ha sorprendido desvelando la incógnita:

 – Mamá, la aldea que buscas está en la comarca de Tierramadre, está deshabitada desde hace más de cien años y se llamaba Las Jorguinas. La zona es de propiedad privada y no es fácil conseguir visitarla. Pero sería excitante hacerlo, ¿no crees?

– Celinda, ¿de dónde porras has sacado la información?,- contesté estupefacta.

– Bueno, tengo muchos amigos internautas. ¿Te gustaría ir?

– ¿Ir?, ¿ir a dónde?

– ¡Jo, mamá!, que espesita te pones. ¿Dónde va a ser?, ¡pues a Las Jorguinas!

– La verdad es que sí que me gustaría, pero……no sé; según dices sería complicado y tendría que ver cuándo, en fin……quizás. Ya veremos más adelante.

– No, ni lo pienses; cuanto antes mejor. Lo peor es lo del permiso, y ya lo tengo.  Prepárate, mañana nos vamos.- Su decisión parecía irrefutable.

– ¿Pero qué dices? ¿Cómo que mañana….?

– Déjalo mamá, no preguntes; lo importante es que está resuelto.

– Entonces, ¿iremos las dos?

– Pues claro, mamá. Ya era hora de que salieras; estabas hecha un muermo.

La estrujé entre mis brazos y le dí las gracias. Me estaba ayudando como podía y lo estaba haciendo muy bien. Así es que, con gran emoción, nos dispusimos a hacer el equipaje. Al día siguiente, sábado, saldríamos muy temprano; teníamos que exprimir el fin de semana. ¡Qué aventura! ¡No me conozco! Es increíble lo que pueden hacer los adolescentes cuando quieren,- pensé, mientras llenaba mi neceser.

Circulábamos muy despacio por una carretera secundaria, yo diría que terciaria, siguiendo el mapa, que también Internet nos había proporcionado, con extrema fidelidad. Debíamos encontrar la entrada a Tierramadre y no equivocarnos. Casi imperceptible, al pie de un árbol, un trozo de madera era la indicación. ¡Vamos, como para no pasárselo! Afortunadamente lo vimos a tiempo. Tomamos la desviación y seguimos el camino, durante varias horas, hasta donde pudimos. Una muralla verde de zarzas, helechos y otros arbustos habían cortado el trayecto. A nuestro alrededor el bosque se cerraba amenazador. Bajo aquel dosel de árboles la luz apenas nos llegaba y una inquietante neblina iba llenando las fisuras de la frondosidad.

No nos amedrentamos. Teníamos un objetivo y vaya si lo cumpliríamos. Dejamos el coche y a pie, cargadas con nuestras mochilas, conseguimos atravesar la fortaleza de la espesura. Aquellas arboledas eran preciosas. Los musgos crecían en ellas en simbiótico amor y un manto de hojas caídas cubría el suelo, produciendo un olor a naturaleza antigua que lo inundaba todo. Difícil orientarnos, pero llegamos a un pequeño claro y desde allí, en la distancia, pudimos distinguir la cascada junto a la que debía estar la villa. El agua cristalina caía tintineante de reflejos.

Seguimos, imparables, hacia la meta. Si alguna vez habían existido senderos, habían sido sepultados por la maleza. El trino de los pájaros coloreaba el aire que nos acariciaba, tibio y perfumado. El verano se filtraba con descaro en la primavera caduca. Según nos acercábamos pudimos comprobar que, en efecto, era un pueblo abandonado y en ruinas. El silencio reinante, pesado, nos aplastó el habla durante un rato Estábamos allí, lo habíamos logrado. Y nos repusimos, como no podía ser de otro modo. Dejamos caer al suelo las mochilas y nos sentamos en dos rocas que parecían colocadas allí para la ocasión. De pronto, un apetito de estibador nos encogió el estómago y, con movimientos sincronizados, nos tiramos a la comida.

Dedicamos las horas de la tarde a explorar con minuciosidad. Entre aquellos despojos derruidos, hallamos un pequeño cementerio con lápidas de piedra, no llegarían al centenar. Muy antiguas, carcomidas por la erosión. Torcidas y descolocadas como los dientes de un viejo. Las palabras grabadas a cincel eran ilegibles. Sin embargo, la pequeña necrópolis lucía saludable por las frescas y coloridas matas de flores que crecían entre las tumbas.

Llegó el atardecer, deprisa,  devorando la luz con la penumbra. Los trinos se acallaron y los colores dejaron de brillar. Las sombras vinieron a tumbarse a nuestros pies. Montamos la tienda bajo un cielo negro y estrellado. El brillo rutilante de la luna llena nos regaló una noche luminosa. Respiré hondo, miré a mi hija y nos sonreímos. Supe que dormiría en paz.

 

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