El zumbido del aire acondicionado licua la imagen — plasmada en sus parpados – de una playa tropical vista por la ventana de un barco ondulante. Al abrir los ojos, el recién despertado ve los marcos luminosos que entran por las persianas y esbozan las sinuosidades redondas de su cuerpo, acurrucado bajo dos frisas.

La luz solar, el frio subsanado por las frisas, y una mezcla oriunda de olores: son estos los elementos comprenden la entidad denominada la cueva—más bien un delicado equilibrio atmosférico entre dichos elementos que un lugar. Y es este el equilibrio que posibilitó, engendró, y actualmente sostiene al ser acurrucado sobre el colchón –denominado el oso– quien lleva a cabo un reposo de duración ya indeterminable.

Al igual que su cueva, el oso mismo constituye una biósfera enclaustrada, una maquinaria de embelesamiento y descanso perpetuo que va en función de un complejísimo y fragilísimo balance entre distintas sustancias: la coca cola, las papitas, los cigarrillos de tabaco y de marihuana, diversos bocados, el café, y un surtido de píldoras. El apilamiento de tales sustancias comprende gran parte del terreno de la cueva, un amontonamiento apenas navegable cuyos contornos fluctúan entre la altura del piso y el colchón.

Tanto el oso como la cueva están arropados por el fulgor pálido y azul que emiten dos pantallas frente al colchón. Estas pantallas representan una especie de centro gravitacional, la fuerza alrededor de la cual giran cueva y oso, así engendrando la cueva del oso. La primera pantalla está enmudecida, y muestra una cámara que navega por cada esquina de un arrecife y captura diversas escuelas fugaces de peces. En la segunda aparecen las sinuosidades y los movimientos emblemáticos del cuerpo de Vallory Vex, quien le dirige palabras seductoras a una audiencia espectral. El oso ve las imágenes con la absorción irreflexiva de una criatura lactante, desprovisto de lo que hay más allá de ellas. Pues si en el universo somnoliento de la cueva del oso las ondas televisivas figuran la rígida cotidianidad, entonces la simetría y proporción insondable de la imagen de Vallory Vex – ahora postrada frente a la cámara y apretando sus senos con los brazos — representa la salvación de tal cotidianidad, una esperanza de alcance celestial. Como la cámara en el arrecife, el oso se sumerge con suma cautela en cada esquina de la imagen de Vallory, quien cada vez dibuja formas de mayor sublimidad con su cuerpo. Cada instante la siente aún más cercana, hasta que siente que casi la toca, pero en un instante se le escapa, como la escuela de peces traslucientes en la otra pantalla. Concluida así su inmersión, el oso emerge como un buzo, jadeante.

Enciende un cigarrillo de marihuana. Mira su bocanada subir por el fulgor azul pálido y por los marcos luminiscentes de las persianas. Entonces un color turquesa tiñe la poca luz solar que se escapa entre las persianas, y el oso distingue una sombra entrecortada entre ellas. Da la impresión que la sombra lo mira, mas el oso asimila la presencia ajena con una indiferencia soñolienta. Se deja hipnotizar por la breve secuencia de música lounge repetida en el video de Vallory. Su ritmo ondulante le cierra los ojos. Lo hace sentirse que se mece en una Vallory gigantesca.

Pasados unos momentos, las manchas plasmadas en sus párpados se van uniendo hasta figurar un techo color turquesa vivazmente iluminado por un sol tropical. A su izquierda se ve la ventana circular de un barco. A través de la misma ve una playa, de arenas blancas, mar azul celestial, y una flora de una incandescencia del todo inexistente en la cueva – tan ajena a la misma, que al instante lo hace olvidarla por completo.

Los rayos solares lo sudan, dejándolo adherido a unas sabanas de polyester. Mira hacia delante y ve sus piernas largas y semi-peludas, de hombre, perladas por gotas de sudor. Vuelve a mirar por la ventana; la playa se ve borrosa, da vueltas, y lo marea, lo cual le recuerda que está sumamente borracho. En su mano sabe tener una botella de lo que recuerda ser ron, y entrevé un sinnúmero más arrojadas a su alrededor. Aún con la vista en el mar, sabe tener dos pantallas encendidas frente a su cama: una con un documental sobre los osos grizzly, y otra con las ondulaciones vigorosas de una película porno de la famosa Vallory Vex. Todo se le presenta con la familiaridad fugaz de un hábitat vacacional.

La porno va acompañada por una música heavy metal cuyas guitarras eléctricas paulatinamente se multiplican y armonizan de modo cada vez más vibrante y clamoroso. Cuando el hombre trata de alcanzar el control remoto para silenciarlas, se ve impedido de llevar a cabo la simple maniobra; el alcohol ha dejado cuerpo del todo inerme, como fusionado con el polyester sobre el cual suda. Las guitarras entonces se asientan en un fijo zumbido infernal, entre el cual el motivo bajo los gemidos de Vallory se ofusca de manera horrorosa.

El hombre ve que la lumbre del sol va sombreando las palmas del horizonte, y luego las acapara, hasta que solamente queda una esfera opresivamente calurosa detrás de la ventana circular. Siente su espalda adherida al polyester osmóticamente, como si se derritiera y se manara dentro de ella.

Entre la bola flamante entonces emerge una sombra. Aún sin ver sus ojos, el hombre se siente observado por ella, lo cual evoca el recuerdo de un lugar distante con un grado de intensidad que lo despoja del camarero.

Un cigarrillo de marihuana abandonado ha hecho un incendio infernal de lo que fue la cueva. Aún así, el incendio preserva para el oso la calidad de inevitabilidad de todo lo que ocurría en la cueva.

Mira a Vallory y a los peces entre el fuego – inalterado — hasta que en su vista periférica aparece la figura que había entrevisto por las persianas. Aún entre el fuego, permanece ensombrecida.

La irrupción lo marea. Ve la imagen Vallory en la pantalla dando vueltas, y la misma reaparece, igualmente dando vueltas, en la pantalla del camarero del bote.

Y también reaparece la sombra, y se le para en frente, y le aprieta el cuello, y siente un atasco corrosivo en el esófago, y la luz del sol se va entrecortando como por persianas que se cierran paulatinamente. Y todo se vuelve negro.

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