Aquel trasnochado librito de páginas casi traslúcidas y cubierta descolorida hablaba de una patria amada y añorada con vehemencia. El anhelo permanente del ejecutor reclamaba el sueño de regresar algún día a la tierra que abandonó con la tribulación desmedida con la que una madre presencia como le arrancan a un hijo de los brazos. Con ese pesar había vivido cuarenta años mi bisabuelo, y así lo había plasmado en cada grafía afilada e hiriente, desgarrando el papel como si así pudiera exorcizarse de su desaliento.
Bartolomé Zaitegui fue un joven vasco, de tantos, que en la primera década del siglo XIX partió hacia la isla de Cuba. Al borde de delinquir para poder comer fue atraído por la demanda de mano de obra blanca barata, ante la inminente desarticulación de la trata negrera que tendría lugar desde 1835 en adelante. En las primeras páginas de su diario narró con el júbilo de un niño el extasiante estado de turbación que lo había seducido al admirar la belleza de aquel lugar del que tantas historias de tesoros y piratas había oído. Comenzó a trabajar en un ingenio azucarero de La Habana conocido como «La Casa del Azúcar». Tal fue su destreza y ahínco, trabajando sin descanso, que pronto ascendió de puesto. Poco antes de contraer matrimonio con una sirvienta de origen italiano, con veintiséis años, fue nombrado capataz. Su afabilidad innata y, quizá, la suerte quisieron que el dueño del ingenio se encariñara con él. Cuando el único hijo del anciano murió asesinado por un arreglo de cuentas, el anciano acabó enfermando y muriendo de pena, pero no sin antes dejar a Bartolomé como heredero del ingenio. Se instaló en la vieja mansión colonial con su esposa en cinta y se juró a sí mismo aprovechar aquella singular oportunidad que la fortuna le había concedido. Con el paso de los años, a medida que su cabello pajizo se iba tornando ceniciento, satisfecho con la hilarante ventura que lo había convertido en un señor de provecho, comenzó a suspirar por la tierra vasca que había dejado al otro lado del océano. Convencido ya de que aquella ínsula de prodigios y quimeras le había ofrecido todo lo imaginable, cada día añoraba más a la que todavía consideraba su patria, su amada e híbrida España. No ocultó, sin pudor, su nostalgia en los últimos años, y ya no había nada que le devolviera tanto la alegría como hablar a su nieto de aquella remota tierra, antigua y de pasado heroico. De las historias de godos, moros y judíos, de «Colones» y «Corteses», de conquistadores e inquisidores, de Austrias y, ya entonces, de Borbones.
Mi padre recordaba aquellas tardes junto a su abuelo, bajo el sol caliente del Caribe y perfiladas por el familiar aroma del tabaco, con la veneración de un siervo a un rey glorioso. El bisabuelo Zaitegui siempre fue nuestro ejemplo, nuestro modelo de hombre que se hace a sí mismo. Crecí en aquella casa rodeada de palmeras, de ventanas azules y vistas al malecón. De tardes de sol interminables y noches de cánticos ancestrales que las gargantas de los negros entonaban al crepúsculo. Yo, una cubana de ojos azules y cabello rubio, de ancestros vascones, amaba aquella tierra de contrastes más que a nada en el mundo. Amaba el olor dulzón del tabaco cubano, el café intenso, la voz aterciopelada de mi querida Zaira, mi negra bella, la única madre que he conocido. Amaba el colorido de las calles de La Habana, el agua cristalina de sus playas y la generosidad insondable de su gente. Sus celebridades gastronómicas como el «Ropa Vieja» y sus frijoles negros, su ron, su rumba, su mambo y su bolero.
El último tercio del siglo XIX vio declinar la producción de la caña azucarera cubana, y con ella nuestro ingenio, nuestra «Casa del Azúcar». Sin trabajadores ni excedente, la ruina sobrevino a aquellos que habían unido su suerte, en el pasado, al imperio azucarero. Con la herencia familiar pagamos, yo y mis hermanas, las deudas contraídas tras las inversiones que habíamos hecho, amparadas por el sueño de seguir con nuestro legado familiar, nuestro ingenio. Sólo nos quedó la casona, cuyas proporciones y antigüedad no facilitaban su mantenimiento. Fue una tarde cualquiera, sentada sobre un diván de color coral, mientras mi idolatrada negrita —mi madre—, me enseñaba a coser, cuando me acordé de las memorias del bisabuelo Zaitegui.
En 1882 se construyó, en Granada, la primera fábrica de azúcar de remolacha en España. La llamaron «Ingenio de San Juan». Se me erizó el vello de la nuca al avistar desde la cubierta la tierra ancestral de la que me había hablado mi padre, y a éste su padre y su abuelo. Me había tocado desandar el camino de mi bisabuelo, retornar como Ulises a Ítaca, esperanzada y nostálgica, con la sensación de haber vivido cuatro vidas en una a través de mis antepasados. Tenía veinticinco años cuando pisé la tierra de mi bisabuelo —mi tierra— más de un siglo después de que lo hiciera él por última vez. Llevé a mi «madre» conmigo, a pesar de su reticencia, y entre mis hermanas y yo la obligamos a desistir de trabajar en el ingenio.
La apertura en 1903 de la empresa Azucarera Ebro, con establecimientos ubicados en varias partes de España, entre ellas el País Vasco, supuso el retorno definitivo, el cierre del círculo. Con casi medio siglo de vida pisé la tierra vasca, tan querida y añorada por mi familia. Mis hermanas, casadas con granadinos, se quedaron en el sur y yo, viuda y con un hijo, me fui hacia el norte, con mi «mamita». ¡Cómo lloramos cuando tocamos el agua fría del Cantábrico! Aquella en la que mi bisabuelo había soñado volver a sumergirse algún día.
En 1936, cuando estalló la Guerra Civil Española, quise volver a «La Casa del Azúcar» pero era muy mayor y me fallaron las fuerzas. Aquel fue mi legado para mi hijo Bartolomé, regresar a aquella casa que siempre formará parte de mí y de nuestra familia, y a aquella tierra bañada por el sol que siempre será mi hogar.
OPINIONES Y COMENTARIOS