“Sudamérica nos necesitaba. Los trabajos rudos eran nuestros. Viajamos miles de millas desde el viejo mundo, nos retiraron de nuestras tierras y nos vendieron al mejor precio, es la historia de nuestros ancestros”, mi tío conversaba muchas veces conmigo y como buen sobrino le escuchaba.

Pero nuestra historia se desarrollaba en chincha. Ciudad cercana a la capital de nuestro país. Por falta de oportunidades, nuestros padres y muchas familias poco a poco fueron emigrando a un barrio ubicado en la zona costera de Lima. Una cuadra, prácticamente la cerramos, conseguimos alquilar cada cuartito de los callejones tugurizados, se convirtió en un barrio, con casi el noventa por ciento de gente de color. Este espacio tomado nos acercaba a un acantilado, que tenía en su regazo la playa y la mar brava.

Era divertido, bajar corriendo el acantilado de unos cincuenta metros. La recompensa valía la pena, llegar a la playa llena de piedras, sentarse, quitarse la ropa y con un calzoncillo o short deportivo, desafiar a la mar brava. Los mayores que sabían nadar «muy bien», se atrevían a pasar la línea en que empieza a formarse la ola. Mi tío, era uno de ellos. Cada verano, me gustaba mirarlo desde la orilla. Era uno de los pocos que había logrado dominar esa mar brava que en muchas ocasiones reventaba sus olas de cuatro metros.

Todas las tardes a las cinco o a las seis, compraba el pan calientito que vendía el único panadero que se instaló al principio de nuestra avenida. Estos provincianos –no negros– trajeron su experiencia y especialidad. Muy rico pan. El hijo del panadero, cercano a las doce años, era el que atendía los pedidos; se convirtió en el amigo del barrio: señoras, señores, jóvenes, niños, tenían que ver con él. Como a todos, le encantaba el mar y cada vez que podía se escapaba a darse un chapuzón, una nadadita, salida y vuelta a entrar en esa masa salada y en movimiento constante, disfrutaba su contacto, se le hacía placentero, se le notaba al salir totalmente mojado a la orilla, donde se echaba a descansar. Muchas veces las olas llegaban y lo mojaban lentamente, invitándole a que no lo deje, era su compañía, no le podía pasar nada en ese mar que se le había bautizado como brava.

Los fines de semana eran para el esparcimiento. Un domingo, se disputó un partido más de fulbito. La mañana con el deporte, a la hora de almuerzo con las vianderas. Terminado el almuerzo a eso de las tres de la tarde, la conversa se imponía, los chistes se contaban, las anécdotas de igual forma. No se pedía la palabra, la concentración era frente a un callejón, sentados en la vereda, banquito, ladrillos, baldes, o los que querían ser parte de todas maneras en el suelo de tierra, formando grandes círculos sin diámetro simétricos.

A lo lejos, este grupo humano, divisó a dos muchachitos, que corrían hacia ellos gritando ¡Se ahoga!, ¡se ahoga! Todos comenzaron a tomar atención a ese grito. Cuando llegaron se calmaron un poco, se pararon frente al grupo y dijeron: ¡el hijo del panadero, se está ahogando, no puede salir, flota y grita, grita, pide ayuda, ayuda! las más de treinta personas dejaron sus asientos, y comenzaron a caminar en dirección al acantilado. Desde la altura vieron como el mar retenía antes que las olas reventaran al pequeño vecino, que flotaba y en algunos momentos hacia el esfuerzo de nadar para traspasar las olas, pero la corriente no lo permitía. Seguía flotando. “Una soga, necesitamos una soga dijo uno”. “Otro, pero es muy largo el trecho, no encontraremos una soga de ese largo que se necesita”. Mi tío, dijo: consigamos varios tramos de soga y las amarramos muy bien.

La mayoría del grupo bajo el acantilado, ya en la playa se comenzó a discutir la estrategia para sacar al chico. Se convino en que uno de ellos, el más experimentado en natación, se amarrara la punta de la soga a la cintura, nadando llegaría donde el pequeño, lo subiría en su espalda y mientras nadaba hacia la orilla, todo el grupo humano jalaba la soga desde la playa, y así se lograría el cometido. Ya con la soga complementada conseguida, se debía empezar la maniobra de salvataje. Mi tío, cogió la soga y se amarro la punta en su cintura, se metió al mar y nadando fue al encuentro del jovencito que no dejaba de gritar. Todo el grupo, al inicio hombres y en la parte final mujeres, iban soltando la soga en la medida que sentían un jalón.

Y llegó. De lo lejos se pudo divisar como adulto y jovencito se ponían de acuerdo. Una vez que se encaramara -el hijo del panadero- a la espalda de mi tío, el grupo en la orilla debía comenzar a jalar la soga. Al primer tirón, comenzó a templarse la soga, luego comenzaron a jalar, jalar y jalar. Uno de los tramos de soga se desamarro haciendo que se cayeran al piso los primeros hombres que la jalaban quedándose con una parte de ella. Las olas reventaban y llegaban a la orilla, con un rugido fuerte. A lo lejos pude divisar a mi tío, que ya se había dado cuenta de la situación. Observo que se separa del jovencito y comienza a nadar hacia la orilla. Conté tres brazadas, y se me perdió de vista, no solo yo me comencé a preocupar sino todos los que a mi alrededor habían espectado lo mismo.

Cada domingo, bajo el acantilado, antes que caiga la tarde, escucho el sonido de esa masa de agua, muchas veces me hace entender su molestia en la bravura de sus grandes olas, que finalmente terminan en la orilla queriendo mojar la última piedra posible. Su comportamiento es igual en cualquier continente, bañando todas las costas, incluso las de mis antepasados. Esa África, que espero reconozca a mi tío y lo deje descansar en sus lares. La mar brava no nos los devolvió.

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