Más que el sudor en su frente, sentía el viento helado rozándole las mejillas.

¡Vamos! ya falta poco, le dijo, mientras extendía la mano para facilitarle la subida. Él no desampararía a su princesa.

Cuando por fin llegaron a la cima, tuvieron la sensación de haber conseguido su objetivo.

Juanito abrazó a su princesa como una forma de satisfacción. Sus pequeños ojos se sentían deslumbrados ante tanta maravilla. Aquella pequeña montaña constituía todo un desafío.

Ada, que así llamaba la princesa, se deleitaba recogiendo flores, mientras Juanito la seguía con la mirada.

¡Ah caray! ¿Qué las princesas no existen? ¡Imposible! Tenía delante la más bella de todas.

Ella se encaminó con aquel diminuto ramillete de flores hacia donde estaba Juan. Se recostaron en la hierba y jugaron a adivinar las miles de formas que tienen las nubes. Si hay algo cierto es cuán rápido pasa el tiempo cuando uno está a gusto…

 El abuelo de Juan le había enseñado a reconocer la hora a través del reflejo del sol en la tierra. Sabía entonces que ya iba siendo el momento de volver, no quería que su princesa sea regañada. Ya habría tiempo mañana para explorar nuevamente desde el andén.

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