Me desperté con la sensación de una pesadez dolorosa en el cuerpo, sintiendo todavía una descarga de golpes sobre mí. La luz, que pretendía entrar por mis párpados entreabiertos, hacía daño a mis pupilas. Me dolía muchísimo la cabeza, la sentía como si la tuviera dentro de un casco que me aprisionaba las sienes. Poco a poco fui adquiriendo consciencia y abriendo los ojos.  

Lo primero que vi fue al hombre que me había dejado casi inerte.  Desde el andén opuesto me decía adiós, con una sonrisa socarrona de tres dientes. Arrastraba en su mano lo poco que me quedaba en la vida: mi maleta, o mejor dicho, su contenido. Eso me hizo hervir la sangre y me dio fuerzas para moverme torpemente. Debía correr hasta él para cogerle del cuello y quitarle mi tesoro, pero mis extremidades no me respondían. Me arrastraba con dolor, mientras miraba el tablero de su lado que anunciaba: “próximo tren: 3 minutos”.

Mi angustia aumentaba a cada segundo: ¿Tendría fuerzas para quitarle mi sagrada posesión? Mi niña, el único pilar de mi vida, se me esfumaba. Mariela o lo que había podido conservar de ella: sus huesos, iban en esa maleta. “Perdóname mi amor”.

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