Cuando llegué al andén aún llovía. Era una de esas tardes en que lo único que deseas es llegar pronto a casa. El frío y el viento hacían más insoportable la espera del tren. La lluvia había amainado pero estaba empapado hasta los calzoncillos. Sólo pensaba en mi cama, un café caliente y la compañía de mi fiel perro. Desde el andén le divisé, me daba la espalda, resaltaba entre la gente por su impermeable rojo y su cabellera dorada. Aún sin verla, podía imaginar sus facciones, su delicadeza, su mirada y su sonrisa encantadora. Los paraguas que se abrían y el gentío me hacían perderle de vista. Me imaginé acercándome como todo un don Juan (lejos estaba de ello) le ofrecía un cigarro (tampoco fumo) y conversaríamos del frío y de esas cosas mundanas. Al llegar al puerto tomaríamos un café e intercambiaríamos celulares y datos. La gente seguía llegando, y yo seguía soñando. Conversábamos bajo la luz tenue del café la música y disfrutaría de la frescura de su juventud. Llegó el tren, ella subió y me quedé soñando como un lobo solitario en una fría tarde de invierno, mientras en casa esperaba sólo mi perro.
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