Era un verdadero chapucero, aunque se mostraba como un gran nadador. Tenía bañador y gafas, pero daba la impresión de que le faltara un salvavidas.

Ella, quien tampoco sabía nadar, tenía una ingenua confianza en que juntos podían lanzarse al charco y luego remontar el caudal sin ahogarse. Sin embargo, él exigía mucha más seguridad para  atreverse a esa hazaña. Necesitaba algo que ella nunca podría darle: la certeza de que saldrían a flote de esas aguas turbias.

Cierto día ella lo dejó zambullirse en sus temores, y contempló, desde el andén, cómo lo arrastraba la corriente, como a un tronco seco; no lo rescató porque, en su opinión, no podía seguir con un hombre que se ahogaba en un vaso de agua.

Tres años después, él regresó para buscarla y decirle que ya no tenía miedo de lanzarse al agua, que había aprendido a flotar, pero no tuvo en cuenta que para ese momento el charco se había secado.

Ella, con algo de ironía y mucho de indolencia, lo lanzó esta vez al mar de su propia cobardía.

Finalmente, el hombre se ahogó en el alcohol.

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