Ví a mi hermano mayor tumbado en la cama, lo escuché gritar que no soportaba más rechazos, lo observé cerrar con llave la puerta de su cuarto y, durante largos meses, esperé que esa puerta se abriera.  Sin saberlo estaba asistiendo al suicidio de su esperanza. Una tarde al regresar del colegio presencié silencioso como levantaban su cuerpo de la calle. Como despedida me dejó una frase: “estamos condenados a mirar desde el anden”. No la comprendí hasta que cumplí sus mismos años. Yo no tenía su fuerza. Entonces me tumbé en la cama, grité lo más fuerte que pude, y sellé la puerta de mi habitación.

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