Ya queda poco. Sólo una semana y ella, Silvia, la Silvia que todos conocían habrá muerto. Esperas impaciente ese momento. Han sido más de veinte años de sufrimiento e incomprensión. Debes llamar a tu madre. Tiene derecho a saber que la semana próxima su hija va a morir definitivamente. Ambos tenéis que despediros.

Lo supiste desde que eras un niño. Siempre te gustaron los pantalones vaqueros y las camisetas sueltas de colores pero a veces tenías que ponerte aquellos horribles vestidos que tu madre te compraba. Por eso aprendiste a cerrar los ojos cuando pasabas por delante de los espejos.

Mientras suena la llamada al otro lado del teléfono te observas. Ahora los tienes repartidos por toda la casa. Te gustas con tu nuevo corte de pelo. Ni largo ni corto. Con estilo. Te encanta ese mechón rubio que te cae sobre el ojo derecho. Es igual que el que tenía Marquitos.

Marquitos fue tu primer amigo del colegio. Bueno, el único. A veces jugabais juntos en el patio y nunca se metió contigo ni te llamó chicazo, como los demás. Jamás comprendiste por qué los chicos no te dejaban jugar al fútbol cuando se te daba tan bien. La seño Salud siempre te llamó por el apellido. Tal vez intuía que no te gustaba tu nombre. Habló con tus padres para insinuarles que su hija era especial pero ellos no quisieron creerla.

Tu madre no está en casa. Sale el contestador. Te sientes aliviado y , durante unos minutos, te planteas de nuevo si debes decírselo. Tal vez no esté aún preparada.

Recuerdas con estupor la primera vez que notaste esos pequeños bultos que se te marcaban a través de la ropa. Te esforzaste mucho en ocultarlos hasta que crecieron tanto que tu madre apareció con aquel horroroso sujetador blanco con puntillas. Te pasaste toda la noche llorando pensando que debías ponértelo al día siguiente.

Un día volviste desesperado del instituto manchado con la sangre de tu primera regla. Le dijiste a tu madre que tú no eras una mujer, que no querías serlo. Pero no te creyó. Estaba demasiado asustada.

Suena el móvil y te sobresaltas. Es Marina para ofrecerse a ir contigo al hospital. Es una operación complicada. No debes ir solo. Le mientes. Le dices que has hablado con tu madre y va a acompañarte.

La conociste en Bachillerato. Fue la primera en poner voz a tus sentimientos. Te ayudó a irte quitando poco a poco ese caparazón que habías construido con la incomprensión de los demás y con tus propias dudas y miedos. Ella ha estado siempre a tu lado, en el largo camino hacia tu propia identidad, incluso en los momentos en que estuviste a punto de tirar la toalla.

Pensativo te miras en el espejo. Un paso más y te desprenderás definitivamente de su piel. Entonces te viene la imagen de aquel chico que le hace una fiesta de despedida a su pierna amputada antes de enterrarla. Y sonríes.

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