En agosto, Madrid luce calcinante. Desde las cimas de Vallecas, se mira a los lejos los trenes pasar. Hoy como todos los días del último mes, Juan ha ido a la estación de Atocha. Ahí, a las cinco en punto de la tarde repitió su rutina del último tiempo.

Desde un andén, su cabeza gira lentamente de lado a lado, mientras su ojos buscan, sin pausa, pero sin prisa, otros ojos, unos que partieron del mismo lugar hace unas semanas.

Cada día, cientos de personas desfilan ante su vista. Juan las revisa, escudriña y descubre decenas de rostros, unos alegres, otros tristes, algunos adustos, los más reflejan prisa, pero todos, todos son ajenos. Sin embargo, Juan no desmaya, sigue a la caza. El calor agota, Juan mira su reloj pulsera y lo compara con el de la estación. Ya son las seis. Lento, echa a andar hacia la salida. Un día más sin suerte, pero seguro volverá. Dicen que la esperanza muere al último o quizá Juan sólo olvidó que a veces los trenes no tienen boleto de ida y vuelta.

Jocke, Madrid, 29 de agosto del 2013.

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