Era el día perfecto, uno de esos plomizos días de noviembre que le encantaban. La lluvia fina empapaba su cara y un suave viento del norte susurraba su destino. Sentado en un banco, su mirada empañada se perdía en tiempos mejores: La sonrisa de su mujer, los rizos de sus pequeñas, los paseos con su fiel Smile… Todo truncado aquel fatídico día en el que volvían del pueblo. Había pasado el tiempo, pero la culpa le seguía arañando las entrañas y subía hacia su garganta, haciéndole a menudo sentir náuseas. El desasosiego y la locura se apoderaban sin piedad de su alma. Miró el reloj de la estación, que marcaba las ocho y diez. Se levantó sin prisa y se colocó detrás de la línea amarilla, junto a una docena de personas que, inmersas en sus vidas, esperaban el tren. Desde el andén, pudo ver a lo lejos la luz del Talgo, que no tenía parada allí. Todo el mundo dio un paso hacia atrás, todos menos él… Una sonrisa lunática iluminó su rostro mojado. De nada sirvieron los ensordecedores gritos de aquellos desconocidos ni los aullidos del tren suplicándole un momento de cordura. Por fin era libre.

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