Desde el andén parisino, el tren se dibuja nítido, color viejo óxido, arribando a la estación cargado de adolescentes afiebrados con sus patines colgados sobre los hombros, sus mejillas rojas de frío y una gran sonrisa en sus rostros. El mundo es nuestro… y el amor también! Algarabía…, gran alegría. Llenábamos el compartimento del tren con el corazón henchido. L’etrangère etait heureuse[1]!.

 

-— Dime, Maud, ¿cómo se besa?… Y las muchachas francesas explicaban paso a paso aquel ritual de los labios entreabiertos y el sútil encuentro tibio de las lenguas… Ugg!. Uff!… Las lenguas se miraban, se rozaban. Entrelazándose…, para luego desenredarse y volver a comenzar…

 

-— Debes cerrar los ojos y darle vuelta, suavemente, repetían.  La saliva se volvía una sola y los alientos impregnaban todo… Soñaba con aquello, una y otra vez. Quizás no iba a poder… Era demasiado. Mi lengua se volvió muy importante, ocupaba todo el espacio… Se hizo demasiado grande dentro de mí.  Y cada vez que lo miraba o me miraba, me parecía que se daba cuenta…

 

Un buen día, lo vió venir hacia ella y sucedió…

Desde el andén… la chica etrangère  aprendió a besar.

 

 

[1] La extranjera estaba feliz.

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