La plaza… un sitio perfecto para la alegría, un ideal sitio para las travesuras disfrutando del tiempo junto a los padres. Eso me gustaría, pero no está dentro de los planes de mi vida, la gente me mira algunos con temor, otros con desprecio y otros ni me miran y se lo agradezco. Mi apariencia les asusta, mi calzado es viejo y mi ropa donada tiene algunos agujeros, pero al menos me abriga. La gente no me entiende ahuyenta a sus niños alejándolos de mí, pero lo que no ven es que yo también soy un niño y quisiera jugar y comprarme un helado, ay, que lindo seria, lo miro desde lejos añorándolo mientras el estómago cruje de hambre. Una señora me mira, mirada limpia y sin lástima, le devuelvo la misma tímidamente. Se acerca y sin temor a paso lento. Me pongo nervioso es extraño que alguien me identifique como un niño en la plaza, aunque no estoy para jugar, sino para cazar el desperdicio que rechazan en la basura. Ella se acerca aún más, y no frunce su nariz, es lo más loco. Me entrega una golosina, sonrió agradecido, se me caen las lágrimas de la emoción. Un dulce, tengo un dulce entre mis manos, que no fue abierto, ni mordido. Le sonrió en agradecimiento, y voy corriendo hacia mi hogar. Las piernas no me dan y corro atolondrado. Desesperado llego a casa, mis hermanitos me miran con tristeza, tienen hambre, pero al ver mi sonrisa hasta mi madre se acerca. Les muestro y ven el chocolate más grande, el más grande que he visto en toda mi vida. Lo reparto en familia comiendo y disfrutando del momento, y todo gracias a una extraña que me miro directo a los ojos, diciéndome que ella en un tiempo atrás cuando era niña, era como yo, una recolectora de basura, y ahora forma parte del otro mundo, ayudando a los olvidados, ella me dio mucho más que una golosina, me dio esperanza en este mundo… en donde vivimos los olvidados.

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