Me llamo Fátima pero mi nombre iba a ser Antonio. Mis padres estaban convencidos de que sería varón y no tenían nombre pensado para mí. Me cuentan que cuando salían del hospital, platicaban sobre el nombre que me pondrían, justo en la puerta los detuvo una peregrinación, al preguntar de que se trataba les dijeron que era la Virgen de Fátima que venía desde Portugal, a los dos les gustó el nombre y así fue como decidieron llamarme. Dicen que nombre es destino y quizá algo tenga de razón esa frase, desde muy niña sentí una gran necesidad por ver el mundo, recorrerlo igual que esa imagen de la Virgen que viajaba kilómetros para reunirse con sus fieles, o quizá era hereditario mis dos bisabuelos llegaron de Europa a México buscando una vida mejor, todos en la familia tenían versiones distintas sobre su llegada, la realidad es que poco se sabía de sus viaje. La historia que recuerdo con exactitud fue la de mi tío Pepe. Él fue uno de los tantos niños españoles que llegaron como refugiados durante la guerra civil española, desde los seis años nunca volvió a ver a su madre, después de años de búsqueda lograron reencontrase. Mi tío la trajo a vivir a México, ella tenía casi ochenta años cuando la encontró, vivió un par de años más y murió al lado de su hijo. La migración para mí y mi familia era parte de nuestra historia, no como algo elegido sino como una necesidad de sobrevivir. Yo al igual que mis ancestros quería migrar, pero a diferencia de ellos yo lo hacía por elección, quería ser de un lugar por decisión y no porque ahí toco nacer. A los veintitrés años me mude a Madrid a estudiar; la matrícula fue solo un pretexto para iniciar mi búsqueda. Madrid me encantó y enseguida comencé a viajar y conocer la España profunda, curiosamente mi emoción menguaba con cada viaje, sentía estar en un lugar con muchas similitudes a México y al mismo tiempo no pertenecer, algo agridulce se movió dentro de mí; empecé a poner más atención a los ecuatorianos y marroquíes, naciendo en mi una especie de empatía e interés genuino sobre sus historias, así que decidí hacer mi tesis sobre migraciones, pero esta vez mi campo de estudio sería Norte America. Elegí Nueva York, que mejor lugar para ver un trocito del mundo. Al llegar a Nueva York lo primero que hice fue caminar, quería explorarlo todo. Recuerdo esa sensación de descubrimiento, estar ahí era como pasear por un gran mercado de especias; todas las razas y colores reunidos en un mismo lugar. Caminé hasta las Naciones Unidas una vez frente las banderas me detuve, tenía un sentimiento de conquista, como si hubiera puesto la bandera en la luna. Siempre pensé que Estados Unidos era como una puerta, solo que no sabía que tipo de puerta sería para mi, ¿sería una puerta amplia, como de una gran bienvenida? ¿o angosta y cálida, como de cafetería? En realidad no fue ninguna de esas, Nueva York fue una puerta de emergencia, esas nunca sabes a donde te conducirán y mi experiencia fue exactamente así. Llegué a vivir al campus de la universidad, pero no fue mi tesis la que me contactó con las respuestas que en realidad había ido a buscar; sino las personas que aparecieron. La primera en llegar fue Rosa, limpiaba mesas en el restaurante al que solía ir los domingos, me di cuenta que no hablaba ingles y le hice conversación, parecía que no hubiera dicho palabra en días, era salvadoreña dejó a sus hijos al cuidado de su abuela en Santa Ana, donde ella nació; todos los fines de semana platicábamos un poco, uno de esos domingos se acercó a mi mesa apenas llegué, la noté diferente, su mirada tenía la misma angustia que aún de anciana conservaba la mamá de mi tío Pepe. Un día antes había recibido una llamada de su madre, las pandillas habían violado a uno de sus hijos, me dijo que no sabía que hacer porque no tenía pasaporte para tomar un avión. Intenté ayudarla contactándola con su consulado. Volví el siguiente domingo al restaurante a buscarla pero me dijeron que Rosa ya no trabajaba ahí. Después llegó Gilberto un inmigrante hondureño, era cocinero en la universidad, su historia de aventuras superaba cualquier libro, él tardó diez años en cruzar México para llegar a Estados Unidos, los “polleros” lo abandonaron en Chiapas, pero la desesperación que sintió no impidió que siguiera mirando al norte, decía que una vez que cruzas una frontera ya no hay vuelta atrás.
Pronto descubrí que Nueva York aprisionaba a unos y abrazaba a otros, como a José, un diplomático mexicano que conocí en una conferencia, me decía haber encontrado en Nueva York su casa, aunque no se había acostumbrado al clima, o Ernesto, un investigador chileno con una prometedora carrera en la tecnología, que sabía que en su país no podría desarrollar todo lo ahora hacía en Estados Unidos. Finalmente estaba yo mirándome en todas esas historias; en la soledad de Rosa, la desesperación de Gilberto, la satisfacción de José y la ambición de Ernesto. Yo igual que ellos, solo buscaba ser algo distinto a lo que nuestro lugar de nacimiento nos ofrecía, era un deseo de libertad. Dos años después de mi llegada a Nueva York no podía afirmar que nombre era destino, pero estaba segura que origen no lo era, sentía la libertad que buscaba y me cuestionaba si quería continuar en Nueva York, una puerta de emergencia te libera pero no te arraiga, tenía poca claridad así que camine hasta llegar a las Naciones Unidas, me quedé mirando las banderas y pensé que no había prisa, podía dar tiempo a que se abriera otra puerta solo que esta vez buscaría una con jardineras y tapete de bienvenida, esas puertas siempre te conducen a un hogar.
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