16:30, hora sofocante aun bajo la sombra casi perfecta del tinglado de Doña Ascensión, a las puertas de la terminal del tren. Aquí permaneceré al menos hasta que termine de beberme la última gota de su deliciosa horchata; embelesado por el canto de las cigarras que anuncian la interminable llegada de las primeras lluvias del otoño.

Aún recuerdo aquellos momentos tan especiales de mi niñez, cuando el trópico invadía las calles de mi barrio y todos los granujas transformados en exploradores íbamos a por ellas -las cigarras- sin estropearles; las observábamos, escuchando atónitos su cantar, una llamada de amor incansable. Había días, y de esos días momentos, en que su canto aumentaba en número y volumen, llegando a parecerse al silbido ensordecedor de un tren.

A pasos largos, persigno la inmensa soledad que cobija la inerte estación.

A mi derecha, sobre el vaporoso horizonte, observo desde el andén, el despunte de un nuevo sol; lejano punto que avanza velozmente hacia mí como la embarazosa humedad del ambiente. Al fin está aquí, por algunos minutos me olvidaré de este ardiente día, apenas adornado de recuerdos. Y para ello, olvidando el camino sudoroso de mi espalda secando mi frente, subo al tren.

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