Día raro, un poco incompleto. Ella (cómo te llamarás) no está en el andén de enfrente. Siempre espera a la misma hora, igual que yo, pero hoy no la veo. Desde hace dos o tres meses nos gusta mirarnos cada mañana desde andenes opuestos, ya a esta altura sin bajar la vista ni disimular, hasta que llega uno de los trenes. Esperar enfrentados se está haciendo nuestra manera de empezar cada día.

El tren llega y espera veinte segundos con la puerta abierta. Lo dejo irse, sin pensármelo dos veces, aunque no entienda qué me pasa por la cabeza.

Algo importante ha sido quebrado, y ahora en el andén vaciado siento que ella aparece impresa en todo lo que me rodea. No es una mañana como las otras, de eso no hay duda. Desde el andén opuesto, pero a una hora futura, la presiento mirando hacia donde yo tampoco estaré. Él no está, se dirá, y tal vez le pasen las mismas cosas que a mí por la cabeza. No sé si se dará cuenta de que hay algo más importante que acaba de hacérsenos claro, que casi se fuga: creo que hoy, mejor, me quedaré por aquí.

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