Nunca soñamos con África. Lo hacíamos con cimas ocultas, ríos perdidos y cualquier destino incierto que nos descubriera la piel. ¿Recuerdas el monolito que escalamos? Y, ¿los besos que nos robó el silencio en aquella altura prodigiosa?
El río Cupatitzio y la cascada de la Tzaráracua bajan sin miedo en las fotografías; los cerezos que nos trajo Japón florecen en el jardín. Las paredes cercanas permanecen blancas e inundadas de sol. La lluvia sabe a ti, dispersa y madrugadora como en nuestros bosques de niebla. Sé que intuyes que los atardeceres de pueblos imprevistos siguen aguardando. También las fronteras sin cruzar persisten enmarcadas en fechas futuras de un viejo calendario. Y el mar, que se resiste a tu adiós prematuro, en las pasiones plateadas de sus noches infinitas, aún nos recuerda…
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