Eras insistente. Aunque tus párpados te delataran y se dejaran llevar, devorabas los minutos, los instantes. Vivías entre las maletas de un viaje inacabado y yo te observaba. Tuve tiempo para reconocerte. Para verte desde el andén.

Las ocho. Te acomodas en un banco del andén de cercanías procedente de Guadalajara. «Gua-da-la-ja-ra…», repites la palabra como un mantra, «Gua-da-la-ja-ra…». Larga, abierta, náufraga. 

Llega el tren. Nadie espera. Surge un nombre, náufrago. Encerrado en mar abierto: «Pe-né-lo-pe…». Una desazón ensombrece durante veinticinco segundos tu rostro. 

Las puertas se abren mientras tu mirada y tu sonrisa se alimentan. Corbatas, relojes, bolsos, vestidos, cortesía, dolores. El significado del tiempo. Por un instante la ves. Como cada día, sin una hora pactada, sin un momento adecuado. Te levantas con las manos en los bolsillos. Entre pasos y ruedas, es luz de luna, lenta, distante. 

Con la misma razón que guió a David contra Goliat, confías que tu pequeño y certero gesto golpee su coraza.  

Aciertas. Siempre lo haces. Aunque pasen mil trenes. Me derrumbas. Te veo. Te conozco. Sabes cuánto deseo escapar del andén. Bajar. Parar. Volver a casa. Pero en tu dulce gesto siento que somos el encuentro. Sé que somos felices vida-andantes.

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