El tren de la desgracia
Con andar mesurado, avanza. La neblina devora sus entrañas. Una luz tenue alumbra los ojos turquesa de Lucia; solloza desconsoladamente. La Joven sentada a su lado, escucha con asombro: “Yo sólo era una niña. Abrí los ojos y vi a mi madre con el vientre abultado y los senos de fuera amamantando a Priscila. Sobre una rama del jazmín colgaba el vestido de encajes de la Comunión; en otra, los calzoncillos de manta. Mamá ordenó con la mirada vestirme; al terminar, vi de frente mi desgracia: la carnosa y suave verruga del hombre sobre mi mejilla me estremeció; apretó mi mano y caminamos hacia la estación del tren. Desperté en brazos del desconocido, respiraba excitado; nos perdimos entre la muchedumbre”. Un rechinido de llantas oculta los sollozos de la azorada oyente. Lucia guarda silencio, sonríe sarcástica, se levanta; toma la caja de cartón y baja del vagón. Una ráfaga de aire al paso del tren enreda entre las rieles el calzoncillo de manta y los encajes del vestido que Lucia usó en la Comunión. Desde el andén, Lucia mira desolada al hombre de la verruga sentado en el vagón. Junto a él, ensimismada, va Priscila.
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