El viajero promedio paga su billete. Espera un promedio de tres minutos hasta que el Metro llega a la estación. Ha perdido el interés por los libros, así que chatea con su smartphone a lo largo de un trayecto de veintitrés minutos y quince segundos —un promedio de seis estaciones y media. Curiosa torsión de género la que experimentó el año pasado, cuando el viajero promedio era una mujer, si bien los datos más recientes lo convierten en un varón de diecinueve años. 0,12 tentativas de robo al año sufre el viajero promedio. Ahora se ríe en la cara del individuo de la navaja, aunque el filo se agite por la urgencia de alguna droga, ríe más fuerte cuando el individuo le apuñala, y continúa haciéndolo desde el andén mientras el agresor suelta el arma para escapar, y salta a las vías con la entrada del tren en la estación. El viajero promedio recuerda el bramido de los frenos aquella vez que cayó a las vías, y es el único que no grita o aparta la mirada. Quizá porque la media no muere asesinada en el Metro, porque los accidentes son peligrosos para el individuo, nunca para el promedio.

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