«Esas no volverán», sentenció Adolfo con aplomo desde el andén donde contemplaba las golondrinas que migraban rumbo al sur, a pasar el invierno. «Y esas tampoco», añadió un viejo que estaba sentado junto a él. «¿Se refiere a las águilas culebreras?», preguntó Adolfo. «Nones, hijo mío. Me refiero a las escrituras de mi casa que acaba de sustraerme aquel canijo de traje gris». «¿Un ladrón?». «Y de los buenos. Es abogado del Banco de Comercio». «Ah, chispiajos. En ese caso es más fácil hacerle un nudo a un plátano. Esas escrituras jamás volverán. Ni aunque usted, como recurso desesperado, permaneciera un siglo mudo y absorto y de rodillas frente a la oficina principal del banco. Ni aunque idolatrara a su dueño como se adora a Dios frente a un altar». «Lo sé, hijo. Son malos tiempos para los desarrapados». «Y también para los enamorados. Si le contara… Conozco a una que dice que tiene corazón, y sólo lo dice porque siente sus latidos; eso no es corazón… es una máquina que al compás que se mueve hace ruido».

 

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