Los viajeros siempre están quietos. Piensan que se mueven, pero es un espejismo. Los viajeros que esperan la llegada del tren están quietos en la estación. Los que esperan la llegada de su estación, están quietos en el tren.

El tren se mueve y la estación, también. No se mueve en el plano, pero sí gira con la tierra alrededor de su eje y alrededor del sol porque no tiene más remedio. Entre giro y giro, la vida se va tejiendo y destejiendo en la estación. Ya no vienen soldados para ir al cuartel, ni monjas viajeras de un convento a otro, ni curas a llevar al señor obispo las cuitas de su parroquia; y, si lo hacen, es de paisano para disimular. Ahora van y vienen prisas por llegar a alguna cita donde alguien  cree que va a encontrar su oportunidad, por llegar a tiempo para mantener el empleo, siempre que llegue a coger ese tren madrugador de las siete.

Desde el andén se ve el recuerdo de la realidad: el reflejo de la luz semafórica de la vía, una cartera recién robada y ya vacía, y el helado que cayó el niño aquel que tanto lloraba.

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