Mi sudor caía gota a gota por mi cara, deslizándose por mi torcida nariz igual que lo hace la gota de agua desde el cuello mismo de la botella de cerveza bien fría por todo su cuerpo de cristal solo que mi sudor no era frío. Nada lo fue aquella bochornosa tarde en la estación. Desde el andén pude verla al otro lado de la vía. Sentada en el suelo con los pies cruzados y el desgastado sombrero, debía ser de su padre, para recoger las escasas monedas que le dejaba el gentío con una indiferencia y descortesía que produjo en mi el rechazo más puro hacia todos ellos. Tenía los ojos más hermosos que había visto en mi vida, azules como el mar, pero era evidente que era ciega. Melena rubia y lisa. Su cara estaba sucia y vestía trapos harapientos. Ver aquella preciosa niña en esa situación era como limpiarte con una toalla sucia, manchada de mierda, hedionda, después de darte la ducha más refrescante de tu vida. Crucé la vía, dejé mi cartera en su sombrero y caminé doce kilómetros de vuelta a casa mientras únicamente el incansable sol era testigo de mi derrota.

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