Jadeaba. Al palpar los alrededores húmedos, una  voz mínima rebotaba en meras posibilidades. Por último, después  de intermitentes volteos, sólo le quedaba adivinar la trayectoria de los pájaros, amontonar los sollozos al extremo de los lagrimales o acaso temer la caída de las hojas.

Hubo un día en que creyó jamás necesitar los ruidos, los horarios, los pisotones, las baldosas sueltas, las miradas desde el andén y un tren que nunca llega.  Esta vez, a raíz de la urbanidad acostumbrada, sintió la necesidad de una pregunta franca: “¿esto es todo?” Y maldijo ahí, con el cuerpo por completo atornillado. Se le hizo un nudo en la garganta y se dejó elevar. Sólo entonces se permitió llorar  

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