Una mañana de invierno

Una mañana de invierno

El reloj marcó las seis y media y el sol aún no se había asomado. Aquella mañana me desperté tarde. Muy tarde para ir al trabajo. Cómo odiaba ese empleo. Sin contrato, mal pago, sin horas extras, ni días feriados. Recuerdo los regaños de mi esposa. Las voces de mi hijos mientras se preparaban para ir a la escuela. Mi rostro sin afeitar frente al espejo. La orina caliente y su eco al caer en el inodoro. El tintineo de la cortina de la ducha. El grifo de la regadera. El contacto del agua caliente sobre mi piel tratando de espantar el cansancio.

Recuerdo los huevos revueltos con cebolla, el pan de centeno y el café sin endulzante. Pensé en los regaños de mi supervisor. Una posible amonestación. Los andamios, la espátula y el overol me esperaban en la construcción. Un condominio de departamentos para ricachones a las afueras de la ciudad. Recuerdo la caricia y beso de mi esposa. El abrigo plomizo. La comida empacada para mi almuerzo. Cómo olividar aquella mañana de invierno.

Recuerdo el chasquido de la puerta y el silbido del viento que bajaba por la azotea. Tenía poco tiempo. Me esperaba una hora de camino. Me puse los guantes y me acomodé la bufanda. El crujido de los escalones me acompañó hasta el bajo. Otro portazo. Un aire gélido me quemó la nariz y los pulmones. Pensé de nuevo en los regaños de mi jefe. Si no llegaba a tiempo otro cargaría mis ladrillos y bultos de cemento. Hoy un despido. Mañana sin sueldo. Semanas de desempleo. No podía perder ese misero empleo.

Recuerdo la capa de nieve sobre el andén y los deshojados arbustos. Tenía una hora para ingresar a la construcción. Apresuré el paso. El repique de la campana de aviso anunció la llegada del tranvía. Corrí. Los vagones color turquesa se asomaron por entre la niebla. El semáforo estaba en rojo. No me importó. crucé sin mirar a ambos lados. No quería perder mi trabajo. Me deslicé hasta la puerta más cercana. Debí de haber esperado. Quizá con el próximo tranvía mi suerte habría cambiado.

Recuerdo el chirrido de los rieles y los vidrios empañados. Los coloridos morrales de los niños. La mezcla de perfume, sudor y licor. El mal humor de los desvelados. El piso húmedo y embarrado. Los musulmanes con sus barbas rojizas y gorros tejidos. Los carritos de bebé y las madres despeinadas. El punto rojo en la frente de las indias. Las extensiones de pelo de las africanas. El cotorreo y carcajadas de los latinos. Los recicladores de plástico y sus coches de compra. Las amargas caras de los asalariados. Las narices aguileñas de los turcos. Cómo olvidarme de todo aquello.

Recuerdo el abrir de las compuertas. La corriente fría acariciando mi pelo. No tenía mucho tiempo. En metro llegaba mucho más rápido. Recuerdo los rostros de ojos claros y cabellos rubios bajo sombrillas y resgurados en abrigos. Continué mi camino. Los rascacielos de cristal humedecidos por el rocío matutino. Todo lo que tenía que hacer por unos cuantos euros. Las bocinas de los coches y el olor a tabaco. No me quedó más remedio que tomar el metro. De nuevo los semáforos. Rojo. Verde. Me precipité hacia la estación de tren. El vaho de la calefacción. Me desarropé un poco. Los mendigos en el suelo. Pensé en la matrícula de la escuela y las compras del supermercado. Ví los aseadores con cubetas y traperos. Ojala me hubiera despertado más temprano.

Recuerdo una voz gruesa que dijo “acompáñame a ese lado”. Quedé paralizado. El peso de una mano en mi hombro. Me retrasé de nuevo. Cuerpos atléticos portando uniformes azul marino. Policías. Cómo los detesto. Una pared con una fila de drogadictos, negros, árabes y malandros. ¿Aún estará abierto el portal de la obra construcción? . El olor a pan recién horneado. El rugido de los trenes a lo lejos. Mis manos sobre el muro de concreto. Otras manos escudriñando mis bolsillos. “Sus documentos”. Ya han pasado como dos metros. “¿Dónde están sus documentos?”. Quise gritar pero no pude. Quise arrodillarme y rogarles pero no me dejaron. Maldita la hora que decidí tomar el metro.

Recuerdo los grilletes alrededor de mis muñecas. El sudor y el miedo. No más espátulas ni andamios. Mis suplicas sin respuesta. La renta del piso y los regalos navideños. Una pesada mano sobre mi cabeza. Una patrulla y el aullido de las sirenas. Los coches, los transeúntes y los avisos publicitarios. Mi jefe y la orden de despido. Las lágrimas y los ruegos a la Virgen María y Jesucristo. La Comisaría. Más uniformados. Me dan asco. El semáforo en rojo y el tranvía color turquesa. Las firmas, las huellas dactilares y los sellos. Quise devolver el tiempo. “Mañana viaja en el vuelo de la tarde”. Los últimos diez años de mi vida. Mi esposa y mis hijos. Los barrotes y la soledad del cautiverio. Cómo olvidar aquella mañana de invierno cuando me deportaron.

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