Yo tenia 17 años por aquella época y frecuentaba junto a mi madre  la estación de Francia de Barcelona por motivos de trabajo, nunca te tropezabas con las mismas personas corriendo con prisas por aquel gris azulado paisaje que ofrecía ese lugar, sólo una permanecía allí sentada en el andén invariablemente. Yo la observaba de reojo sin atreverme a indagar más allá de su presencia, reconozco que me turbaba por lo que intuía de ella,  una vida desgraciada, quizá a golpe de sinsabores y desdichas, bueno ¡Quién sabe! Yo imaginaba eso…

Era una anciana que vendía décimos de lotería. Sus gestos  lentos y torpes debido a los años y su semblante abatido dejaban paso a un sentimiento de tristeza que estremecía. Nunca miraba sus ojos, sólo me atrevía a observar esas manos vencidas por el tiempo cuando alargaba amablemente un décimo al pasajero de turno. Aunque los años pasaron y las vidas cambiaron, nunca olvidé aquella anciana.

Y cientos de veces pensé:

– Dios ¡Que esa soledad nunca me atrape!

Una voz apresurada me sacó de mis pensamientos, tirando de mi manga repetía:

-¡Señora, que se me va el tren! Uno que acabe en 5, por favor.

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