Sergio atravesó las puertas del andén justo antes de que estas se cerrasen a sus espaldas. El olor a rojo del tren le removía el estómago. Ocupó el primer asiento que vio libre y se dedicó a observar  a los otros pasajeros.

Una mujer vestía de tristeza y en sus retinas se reflejaban el ennegrecido cielo que cubría su felicidad.

Pensó en levantarse, en abrazarla, pero recapacitó, y llegó a la conclusión de que seguramente fuese el LSD que había ingerido lo que le hacía ver la situación de aquel modo.

Desvió su mirada hacia la ventana del tren. Su reflejo era el de un joven de pelo rizado y alma en trizas. Desde el andén pudo ver como sus pupilas empezaban a dar vueltas, y sintió miedo de que nunca fuesen a parar. Un repentino vértigo le asaltó y se preguntó pesimista si alguna vez la tierra dejaba de girar. Deseó por un momento que el tiempo se parase, que aquel momento se congelase para la eternidad.

Cerró los ojos con fuerza y cuando los abrió el dolor había desaparecido. Descansó sonriente su cabeza sobre el respaldo unos segundos.

Sonó un fuerte estruendo.

Después todo se volvió negro.

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